El peor momento que ha vivido la República Dominicana en el ámbito de la incertidumbre económica en los últimos 15 años es el que ha provocado la pandemia del coronavirus y corresponde a todos los ciudadanos contribuir a mantener un clima de recuperación de la salud de las personas y trabajar con entusiasmo para reanimar la producción, el comercio y el empleo.
Esa gigantesca tarea corresponde en primer lugar al Estado con todos sus poderes, pero no es pequeña la cuota de deberes que cae sobre todos los demás sectores sociales, políticos y económicos para superar el enorme desafío que ha impuesto el virus con su carga de consecuencias.
Por eso un objetivo esencial en la presente coyuntura es conservar la inversión nacional y extranjera que está presente desde hace años, darles garantías de que no se alteran las reglas establecidas y que en el país hay seguridad jurídica para que quien invierte pueda ganar lo justo, seguir dando empleo y contribuyendo a dinamizar el comercio interno y las exportaciones.
Solo si el país da muestras palmarias de que respeta la inversión de capitales, especialmente externos, puede atraer nuevos para que se establezcan en el país, sobre todo en las actuales condiciones en que está el mundo por la incertidumbre que provocan las dificultades de transporte de mercancías, los altos precios de las materias primas que se cotizan en bolsa y la merma en el empleo.
Naturalmente, ni el Estado ni los ciudadanos se pueden hacer los indiferentes a contratos leoninos negociados en el pasado para que nacionales o extranjeros saqueen bienes públicos y dejen a la República Dominicana con los hoyos y el pasivo ambiental que en pocas ocasiones es posible cuantificar en toda su dimensión.
Cuando cualquier sector social o el propio gobierno descubre cláusulas inaceptables en un contrato sobre bienes del Estado, la vía es la negociación para tratar de redefinir los términos y procurar que se elimine cualquier “estafa legal” al patrimonio público.
En el país hay los dos tipos de contratos: verdaderas estafas al Estado y también empresas establecidas que cumplen la parte que les corresponde en materia de retribución al gobierno, pago de impuestos, gratificación a sus empleados y labores de responsabilidad social corporativa. Sea con los que se sirvieron con el cucharón para negociar los contratos aprovechando la “generosidad” de políticos convertidos en funcionarios o quienes hicieron convenios más equilibrados para ambas partes, la única vía aceptable para modificarlos es la negociación, jamás la descalificación o la agresión enarbolando causas sociales que sin duda son justas.
Carretera del Nordeste
La carretera Santo Domingo-Samaná, a la que elegantemente llaman Autopista del Nordeste, es el prototipo de un engaño grosero al Estado y a los usuarios de esa vía.
Hace mucho tiempo que aprendí que una autopista, para ser tal, no puede tener cruces a nivel, sino elevados o soterrados, por lo que efectivamente es solo una carretera que corta la distancia entre la capital y la costa norte del país.
Ya sabemos que además de cobrar un peaje que no guarda proporción con el kilometraje ni con los que operan en otras vías troncales, el gobierno tiene que pagar un dineral cada año para que los constructores compensen la merma en el uso particular de la carretera, precisamente porque el monto establecido por la propia empresa es muy caro.
El presidente Luis Abinader, conmovido por las inaceptables condiciones contractuales, ha dicho que el gobierno va a negociar con la poderosa empresa colombiana que construyó la carretera, con el objetivo de eliminar el pago compensatorio estatal que todos conocemos como “peaje sombra”.
Para mí ese convenio es una estafa clara, pero al estar amparada por un contrato de construcción y operación, la vía expedita es la negociación porque si se recurre a métodos de otro tipo, el país pierde credibilidad ante potenciales inversionistas extranjeros que no necesariamente vienen acá para aprovecharse de la ingenuidad o de la capacidad de corromperse de funcionarios dominicanos.
Acabar con ese peaje sobra es una necesidad en doble sentido: primero porque los dominicanos no podemos pagar impuestos –incluso en tiempos de pandemia y recesión con tendencia a la depresión económica– para regalárselos a nadie, y segundo porque si el país pagó el precio ambiental de romper Los Haitises con esa carretera, debe ser para aprovecharla y con las tarifas actuales del peaje, su uso es muy limitado y en ocasiones prohibitivo.
El Ingenio Barahona
El caso opuesto es el contrato de arrendamiento del estatal Ingenio Barahona al Consorcio Azucarero Central, que desde 1999 invirtió dinero, tecnología y talento para recuperar ese central, lo puso a producir, generó miles de empleos y extendió su labor social hacia los sectores marginados de la campiña de esa provincia del sur.
Es la inversión más cuantiosa, estable, segura y la que emplea mayor cantidad de mano de obra, desde calificada hasta la elemental para picar la caña, en una provincia que por más de cien años ha dependido principalmente de esa unidad productiva.
Hasta donde conozco, los arrendatarios cumplen con la parte que les corresponde frente al Estado y los funcionarios reconocen la importancia de que esa industria siga operando en forma normal y segura tanto para los inversionistas como para sus obreros y empleados.
En los últimos tiempos han comenzado a levantarse voces y se han encaminado acciones sociales que ponen en peligro la operatividad normal del ingenio y la garantía y la seguridad jurídica de las inversiones.
Una de las acciones es la ocupación de tierras cañeras que corresponden al ingenio, tanto para hacer conucos como para construir casuchas, limitando el área que legalmente debe ser de usufructo exclusivo de sus arrendatarios. Los ocupantes, campesinos que viven en condiciones de pobreza y que merecen disponer de tierra para cultivarla, no son del todo conscientes del daño que están haciendo a la mayor fuente de generación de empleos y circulación de dinero en todo el entorno de donde viven.
El gobierno y los ciudadanos que tengan conciencia de la encrucijada sanitaria y económica que vive este país deben actuar ahora para dar seguridad a quienes tienen el ingenio Barahona produciendo y proveer tierra a los agricultores que la demandan para producir y subsistir.
Tierra para los campesinos
En cuanto a la necesidad de tierras para los campesinos que quieren trabajar, el gobierno tiene una excelente oportunidad de hacer asentamientos modelo en Barahona aprovechando la construcción de la presa de Monte Grande y sus canales de riego, con solo aplicar la Ley 126-80 de Cuota Parte.
Aunque ya tiene más de 40 años de vigencia, en escasas ocasiones esa ley se ha aplicado con la rigurosidad y justicia que ella dispone y encarna.
En una síntesis apretada, la Ley 126-80 de Cuota Parte, en su Artículo 70, dispone que los beneficiarios de canales de riego construidos por el Estado tienen que entregar el 50% de las tierras en cultivo y 80% de las tierras baldías al gobierno para ser convertidas en parcelas para la reforma agraria a través del Instituto Agrario Dominicano.
Esa es la fórmula para estimular la inversión extranjera y dar la tierra a quien la quiere trabajar.
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