Por: Manuel Matos Moquetes
William Mejía (1950) es Premio Nacional de Cuento, Premio Nacional de Novela, premio de Casa de Teatro en cuento y teatro y Premio de Novela de la Universidad Central del Este. Es autor de varias novelas, varios libros de cuentos, de obras de literatura infantil, de varias obras de teatro, de ensayos.
Es un promotor cultural experimentado a través de una larga trayectoria en su ciudad natal, Ocoa, y en todo el país. ¿Por qué a otros y no a él se les rinde reconocimiento y homenaje? Es una pregunta que llevo haciéndose desde hace años.
En días pasados leí una noticia del 2020 acerca del escritor William Mejía, que me produjo un grato sentimiento: “Erigirán en Ocoa estatua en honor a Profesor William Mejía” (11 feb. 2020).
La estatua que se proponen levantar los ocoeños al importante autor dominicano es un gesto que encierra un gran mensaje: no debemos arrojar al acostumbrado olvido al escritor William Mejía. Hablan de él con orgullo: “una excelsa gloria de la literatura, al ocoeño profesor y fundador de los clubes culturales, inolvidables para generaciones completas.”
Ese mensaje, que suscribo, aunque no necesariamente la idea de la estatua, al publicar esta nota sobre las novelas de William Mejía, debe ser respaldado por todos los dominicanos. Él es, como tantos otros, un escritor que ha sido sepultado, sin saberse cómo ni por qué , en el ostracismo de la ingratitud y la indiferencia, luego de que aportara tanto a nuestra cultura y nuestra literatura, como puede apreciarse en su hoja de vida.
Confieso que ha sido sumamente difícil establecer la distancia subjetiva aconsejable, entre el oficio de crítico literario y la indetenible simpatía que profeso a William Mejía. No he podido decirme, con la felicidad con que acostumbro ante estos gajes: “Dedícate a la obra y olvídate del autor”.
Es preciso afirmar como algo esencial en el arte narrativo de William Mejía: es una acción creativa de un hombre cuya autenticidad es tan potente y genuina que desborda al autor y baña toda su obra.
Y la primera voz que se descubre en la narrativa de William Mejía es la del autor. Ahí se escucha su testimonio de vida. Son obras autobiográficas, como son todas las obras,pero las suyas tienen ese carácter como parte esencial de la narración y de las historias.
Los universos de las novelas de William Mejía Una rosa en el quinto infierno ((2001), Naufragio (2005) y Estrella (2007), son propios de un estilo genuino de narrar de ese autor. Pero más que estilo propio, lo que se observa en esas obras a partir de sus elementos es un modo de ver un mundo que se interroga, se afirma, se vive y se revive siempre con asombro.
Dice un crítico literario francés, Pierre Assouline, que publica una página en Le Monde:
“El arte del novelista consiste también en hacer escuchar voces y en obligar al lector a fijar las miradas, luego a dejarlo angustiado”.
Esas voces y esas miradas son esenciales en las novelas de William Mejía, porque son provocadoras. El suyo es un arte narrativo hecho de amor a lo propio, a lo nativo, a lo comunitario. Es un arte identitario.
El narrador es un médium entre una historia que, ficticia o real, se da como una experiencia colectiva y cotidiana de un grupo que ve desfilar sus vivencias, sus recuentos, sus sueños, las más de las veces angustiantes, bajo sus propias miradas.
Esa experiencia puede ser trivial entre enamorados infantiles, como una competencia pueblerina de antes. El escenario es un parque, una glorieta, una fiesta patronal, como en la novela La Estrella; puede ser política y trágica, como en Una rosa en el Quinto Infierno: la cárcel, el trabajo forzado en El Sisal de Azua, bajo la tiranía de Trujillo; puede ser heroica y nacional: la guerra de abril, como en Naufragio.
El de William Mejía es también un arte narrativo solidario, humano, amoroso. De hecho, las historias son la evidencia de un convivir y darse las manos. Los novios, los combatientes, los condenados forman una hermandad en la búsqueda de posibilidades y de camino…
Qué mejor muestra de solidaridad que esa historia de Naufragio, en que un grupo de amigos envueltos en un viaje ilegal de antiguos constitucionalistas. Y qué mejor que la historia del Sisal.
La voz, la mirada, la imagen, la situación y el referente son los formatos de la narratividad en las novelas de William Mejía. El narrador se apoya en esos recursos para tejer las tramas de las historias y dejar planteada una visión enraizada en un universo poblado de sentidos propios.
Estamos hablando de una voz que se nombra a sí misma en la novela Estrella desde el primer capítulo, e identifica su autor, su portador, cuando dice “Y como soy Julio Razuk”.
Esa voz tiene valor de testimonio que se muestra en su escritura y formación, cuando el personaje, en un lecho del “Centro Médico Feraz”, habla de la carta que se dispuso a dictar al abogado, porque él es “quien sabe los hechos”, y porque él está inhabilitado para escribir.
Hay un título en la novela Estrella, que ayuda a reafirmar esta idea en la narrativa de William Mejía: la obra narra discursos, prolonga discursos, por el recuerdo, por las referencias, por las imágenes de infancia en San José de Ocoa. Se ven los momentos y los protagonistas de un tiempo ido, en un ambiente dialógico. Eso está inscrito fuertemente en: “Jairo recuerda lo de San Zenón.
“En el momento de enterarme de la muerte de Estrella, yo estaba tendido en esta cama antigua del “Centro Médico Feraz”, al que me habían traído mis hombres desde la residencia de Los Estévez, donde fui baleado en un desgraciado tiroteo que, para mí, terminaría en desastre; pues no se me ha podido mover para llevarme a la Capital, y la muerte viene sin demora. Y como soy Jairo Razuk; es decir, quien sabe con certeza las extrañas circunstancias que rodearon a los hechos, decidí dejarte por escrito mi testimonio, hermano, para que, con el tiempo, tú hagas las aclaraciones.”
Narrar que se da como una totalidad, en la que el sujeto narrador se confunde, o más bien se funde con una cultura, una lengua y un medio autóctono, el Sur del país, en el que las cosas son de por si extraordinarias. No existen como en otras partes. Hay un sortilegio evocador de ambientes especiales por ser sencillamente naturales, ingenuos.
En la novela de William Mejía la voz es una oralidad maravillosa como en los cuentos de brujas y de Buquí y Malí. Una voz profunda que se escucha y que se nombra a sí misma, tanto del narrador como de los personajes. Es una evidencia del lenguaje que se manifiesta de modos diferentes, con claro sentido de que persigue expresar un mundo interior rebosante de historias que claman su derecho a ser narradas. La voz aviva un escenario de recuerdos de sensaciones entrañables, pueblerinas. Es como si William Mejía no escribiera sus novelas, sino que las recordara en voz alta.
En la novela Naufragio, el recurso de la oralidad se manifiesta en el conjunto de preguntas y admiraciones que llenan esa novela citadina.
El relato en primera persona de la novela Estrella es una oralidad que recuerda acontecimientos, sensaciones, personajes, fiestas, encuentros, que se van descubriendo por la voz, como la de la señorita Estrella cuando cuenta la competencia en las fiestas patronales.
Todo cuanto el autor narra se centra, en una palabra: diálogo. Su arte consiste en una narración dramática, dialogada, como si leyendo la novela leyéramos teatro. ¿Será porque el novelista es esencialmente un dramaturgo, un gran autor de obras teatrales?
Una muestra de ese diálogo dramático, propio de una oralidad esencial, convocadora y retadora de escenarios sociales y culturales –políticos en este caso– se observa en este fragmento de Naufragio.
“En esa entretención estaban al llegar Sor Crepúscula Berkeley y el capitán Brazomocho al patio del “Comando Portuario”. Venían en mi búsqueda, como se ha dicho, para sacarme sin tardanza del peligroso territorio de combate, nada menos que en la zona constitucionalista. Traían con ellos a Donato, al cual habían ido a procurar al “Comando Barahona”. Pero conmigo el asunto era diferente.
—Tu familia vino de San Víctor y me pidió que te sacara de aquí –me dijo Sor Crepúscula.
—No quiero irme –le manifesté.
—Eres menor –sentenció el capitán Brazomocho.
—En la guerra todo el mundo es mayor –afirmó Soviético.
—Ustedes están muy jóvenes para morir por esto –comentó Sor Crepúscula.
—A todo el que está en la guerra, en la zona equivocada, lo van a matar de manera irremediable –puntualizó el capitán.
—¿Y cuál es la zona equivocada? –interrogó Ramona, de manera retórica.
—No se sacrifiquen por nada, muchachos –casi nos imploró Sor Crepúscula.
—Nos sacrificamos por la revolución –afirmó Soviético.”
Las vivencias terrosas y populares de ese diálogo, raigalmente dominicanas, son los mejores atributos de la narratividad de William Mejía. Sin embargo, el arte narrativo es trascendencia en él, como en todos los narradores modernos. Es una trascendencia generada en la fragua de la subjetividad del escritor, del autor.
El arte de narrar de William Mejía opera según esa regla, esa ley universal: lo acontecido, lo contado no es lo esencial, sino lo contando; el contar.
En el texto Una rosa en el quinto infierno lo que más se destaca es la voz.
“Una piensa a veces que la tierra se abre de verdad; no como lo dicen en las novelas, sino de manera real. La tierra no aguanta más los rigores de una tensión creciente; y le imaginas en el vacío, mientras intentas la conversión de tus pies en aletas para llorar en el aire. Ese aire permite entonces tu regreso feliz al mundo concreto; pero un regreso tan material, que puedes sentirte ahí, al lado de los que estaban contigo cuando pensaste que la tierra te tragaba.”
Hay una subjetividad hablante que se escucha y se impone por encima de cualquier otra imagen y otro contenido. Eso me lleva a decir que, en la narrativa de William Mejía, es preciso primero, leer la novela como discurso.
Colocando esos ejemplos narrativos en un plano de equilibrio con las obras de William Mejía, puedo imaginar al autor decir: He soñado con escribir una obra titulada “Las pequeñas gentes”, hecha de personajes anónimos que conversan sobre sus pequeñas cosas en pequeños diálogos acerca de pequeños gustos y tormentos, y que, sin embargo, reflejan enormes emociones.
Luego lo oigo decir, contemplando su creación, tonterías, qué tanto soy, si ya ese texto se ha escrito y reescrito tantas veces. Esa reflexión me ha conducido a pensar que el arte narrativo no es más que eso: contar menudencias, detenerse en las cosas sin sentido, aquellas que a nadie interesan. Por pequeñas, por insignificantes. Por inocuas. Por insustanciales. Por inexistentes.
Lo que llevo pensado es que en un cuento o una novela no hay motivos poéticos per se, que el narrador los descubre y los coloca en el papel. No existen las historias interesantes como ésas que recogían los cuentos maravillosos y las leyendas épicas. Si las hubo, hace tiempo se agotaron. Y las historias interesantes de hoy, ni se leen en novelas o en cuentos. Se consumen en la prensa y en el espectáculo.
El narrador moderno, desde una modernidad que data más de un siglo, se ha ido haciendo a la idea que no hay nada que comunicar. Todo lo que él diga o cuente, aún aquello que se da como existente, es su obra. Corre por su propia cuenta de autor; título que como lo afirmaba Saramago, lo involucra entero, junto a su mundo interior y exterior.
Su obra es un inóculo y él es un inoculador. Él es el virus que se introduce en la vena para, desde una dimensión común, inofensiva, inocular, crear un objeto de perturbadora trascendencia: el sagrado y erótico caldo llamado vino.
El autor es escritor, historiador y académico dominicano
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