No pretendo hablar aquí del culto a la personalidad, pues como es sabido en los países de escasa o de débil cultura institucional, y diría que allí donde la falta de valoración que “algunos” poseen de sí mismos tiende a convertirse en una práctica consuetudinaria, pero igualmente miserable y degradante.
El culto a la personalidad se trata de la “adoración y adulación excesiva a un caudillo o líder carismático, especialmente cuando se trata de un jefe de Estado”, donde quedan en evidencia la “ciega inclinación” ante la autoridad y la “ponderación excesiva” de los méritos reales que pudieran adornar a la persona o autoridad de la que se trate.
Más bien hablaremos aquí de otra práctica asimismo consuetudinaria pero igualmente miserable y degradante, y que aunque legal y éticamente prohibida, practicada de manera pública en algunos casos sin ningún pudor y sobre todo sin ninguna consecuencia, que es, sino la principal, una de las principales causas de nuestro atraso institucional; nos referimos aquí a lo que hemos llamado la personalización de las instituciones.
Es obvio que no estamos haciendo alusión a lo pautado en el artículo 43 de la Constitución de la República en lo que respecta al derecho al libre desarrollo de la personalidad, sujeto solamente al “orden jurídico y los derechos de los demás”; no, abordamos aquí ese criterio errado de hacer de las instituciones que se dirigen una especie de feudo personal para proyectar desde estas sus figuras y en “algunos” casos hasta sus aspiraciones.
Cuando se dirigen instituciones públicas, o incluso privadas, hay que tener presente que se asumen los intereses de la colectividad a la que se representa y por tanto no se puede pensar que se trata de una propiedad individual que se puede usar para beneficio de sus particulares intereses o de sus propias aspiraciones. Una cosa es que quien dirija esa institución se convierta en la cara pública y a su vez en el vocero principal de la misma, pero otra cosa es caer en la personalización, actuando desde estas cual si se trata de algo de su propiedad.
Esa pobre manera de actuar asesta una estocada mortal a la institucionalidad, dando un carácter personal a instituciones públicas o privadas, creando la sensación y en muchos casos la creencia y hasta el convencimiento de que por el hecho de dirigir determinada institución se puede usar a su antojo, incluso en detrimento de competidores que corren o podrían correr por la misma posición, lo que obviamente se traduce en una práctica incorrecta y a todas luces ilegal y antidemocrática; esas instituciones, por el hecho de dirigirlas en un momento determinado, no pertenecen al incumbente de turno, sino a todos.
Las ejecutorias que pueda llevar a cabo determinada institución o cualquiera de los incumbentes de los poderes del Estado, extendiendo estos más allá de la clasificación tripartita de legislativo, ejecutivo y judicial, al poder municipal previsto por el patricio Juan Pablo Duarte en su proyecto de Constitución, a lo más que puede llevar es al reconocimiento público si se quiere, pero jamás al endiosamiento, pues lo que hace lo realiza con fondos que pertenecen al colectivo, no a su patrimonio personal o familiar.
En el ámbito público esa visión errada en ocasiones da la apariencia de que la obra inaugurada o la donación hecha se ha llevado a cabo con el patrimonio personal del incumbente y no con los fondos asignados a la institución que se dirige; es seguro que hemos venido escuchando desde siempre que determinada obra la hizo el incumbente, no la institución que dirige. Urge cambiar ese sello personal por el institucional.
Lo peor de todo esto es que si bien existen casos en los cuales el incumbente se encarga, empeña y emplea para que así se vea, se proyecte y se crea, existe una corte de aduladores que así se lo creen y tratan de que los demás lo crean por igual, cayendo en el ridículo y presas de la personalización de las instituciones, práctica aberrante que si no desaparece, que es lo ideal, al menos debe recibir las sanciones que correspondan por lo éticamente criticable y sobre todo por el terrible daño que causa al sistema democrático.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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