El pasado 3 de febrero se celebró el “Día del Profesional del Derecho”, celebración que nos convoca a hacer algunas reflexiones, no sin antes dejar constancia de nuestra profunda admiración por todos los abogados que hacen de la profesión un ejercicio ético en procura de hacer resplandecer la justicia. De ahí que haremos algunas puntualizaciones sobre tan importante profesional llamado a ser un auxiliar de la justicia.
Sabido es que “la mayoría de las personas suele identificar al abogado como un simple jurista o como un conocedor de los procedimientos legales. Pero el abogado es y debe ser mucho más que eso. En él deben reunirse, si es que quiere ser un abogado que se salga del montón, además de sus conocimientos jurídicos…” (Ciprián 2001), otras habilidades, como es el caso del manejo, al menos somero, de nociones generales de otras disciplinas, como la psicología, la historia, la literatura, la política, la economía, la computación, entre otras, pero debe sobre todo exhibir siempre una conducta intachable desde el punto de vista ético.
Sin embargo, vemos con preocupación que ese digno profesional del que se espera tanto, en los últimos tiempos ha venido perdiendo el prestigio del que ha gozado a lo largo de los años, y no por casualidad, autores como el arriba citado expresan que: “El abogado de hoy, es la sombra del recuerdo de un símbolo de prestigio personal y social. En otros tiempos, el togado gozaba del respeto y la admiración del pueblo. Se le veía como un verdadero auxiliar de la justicia…”, lo que en honor a la verdad debemos admitir se ha venido perdiendo; claro está, con honrosas excepciones.
Es preocupante ver que en ocasiones la visión que algunos tienen del derecho es la posibilidad de hacer fortuna material, lo que no es del todo mal siempre que se haga de una manera correcta, pero jamás en desmedro de ese prestigio personal y social que se requiere para poder constituirse en un activo moral de la sociedad dentro de la cual ejerce sus funciones.
Negar que en los últimos años, como consecuencia del afán de lucro y de la inversión de valores en que nos desenvolvemos la profesión del abogado ha ido perdiendo cierta credibilidad sería pecar de ingenuo o de irresponsable, como irresponsable sería decir que esto es algo general, pues como se indica, siempre hay honrosas excepciones. Negar que existen personas e incluso instituciones ante las cuales los abogados no son objeto de crédito es pretender negar, al igual que Nietzsche, la existencia del sol. Negar que existen abogados que juegan un papel cuestionable de cara a los principios éticos en el desempeño de su profesión es igualmente pecar de ingenuo.
Claro está, del mismo modo, negar y pretender generalizar, estableciendo como un aforismo que todos los abogados actúan de manera incorrecta es una falsa e injusta apreciación, pues los hay “por montones” que en su ejercicio diario prestigian la profesión, aunque desafortunadamente hay que admitir que, como siempre ocurre, hacen más ruido aquellos que con sus actuaciones indecorosas clavan a diario el bisturí del deshonor a tan noble profesión.
Se precisa recuperar el prestigio social de tan digna profesión. No se puede olvidar que lo que se pueda conseguir en términos materiales si va en detrimento de los valores éticos de nada sirve, puesto que lejos de constituir un orgullo representará motivo permanente de cuestionamiento e intranquilidad. Se debe estar consciente de que el prestigio de la profesión descansa en el ejercicio particular de cada uno; por tanto, si se quiere que el ejercicio de la abogacía se dignifique es responsabilidad de todos los que la abrazan jugar su rol.
Hay que ejercer la profesión con alto espíritu de responsabilidad, diligencia, honestidad y lealtad, valorándola por su gran importancia, evitando en todo caso ser blanco de aquella expresión que reza que: “Pobre de los abogados que ignoran su verdadera y trascendental función social, porque ellos vivirán siempre como el gusano: en busca de la llaga podrida”.
Se hace necesario hoy más que nunca devolverle a tan digna profesión el prestigio que siempre tuvo y que ha venido perdiendo en los últimos años; recuperar el orgullo de sentirse dignos de llevar la toga y el birrete.
La tranquilidad de saber que no hay motivos para bajar la cabeza ante nadie por contar con un ejercicio ético y responsable es una de las mayores satisfacciones no sólo para el abogado sino para cualquier profesional, además de que no hay mejor promoción para un abogado que la que le puede dar un cliente satisfecho, pero sin olvidar que igualmente no hay peor promoción que la de un cliente inconforme.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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