Ser maestro, es compartir penas y alegrías, es ver más allá de tu uniforme la semblanza triste de tu alumno maltratado, de ese alumno que está pervertido por la pobreza extrema, de ese alumno que llega con arañazos en su rostro, con las manos henchidas del maltrato del trabajo, de un uniforme que representa un esqueleto más de un cementerio de vicios, de infamias, violaciones, engaños, de alumnos que sufren la falta de dedicación de sus padres, es también disfrutar de su estado de ánimo de su verdadera humildad, de los valores inculcados por sus padres, es aprender de ellos es darle la opción de desencadenar conocimientos y elevar sus ideas, es alimentar cada día su intelecto y producir en esos alumnos la conexión de su conocimiento con el alma.
Ser Maestro, es amarlos es sentir que su vida te pertenece, es observar que su comportamiento cada día está cambiando, es ser su segundo padre o madre, la tarea de educar permea el alma, la redondea a tu modo valores o antivalores, pero cada maestro se encarga de formar, de tornear ese madero y hacer de éste su gran y bella obra de arte.
Mis alumnos son como mis hijos, siempre lo fueron, aquellos que dejaron imborrables huellas en mí quizás le recuerdo con mayor fervor, pero tuve la alegría de cambiar almas y pensamientos y esa es y debe ser la ruta de un educador/a.
Dejo esta reflexión al parecer de todo lector, llamándole cada día a expresar su amor a cada discente, a ordenarle sus ideas o por lo menos crear en cada estudiante la cajita de sorpresas que espera la sociedad, el modelo, la obra de arte de un escultor que cambia la parte ruda de ese madero y la convierte en esfuerzo, perseverancia, respeto, humildad, solidaridad, amor y florezca la paz en cada aula, verla convertida en un espacio de aprendizajes y cambios significativos, en un lugar donde se esparza el conocimiento para ambos. Publícalo si se puede
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