Por José Manuel Arias M.
Siempre me he identificado plenamente con la frase que se le atribuye al físico alemán, Albert Einstein, en el sentido de que: “educar con el ejemplo no es una manera de educar, es la única”. Igualmente creo que lo más importante no es lo que digamos, sino lo que hagamos, pues por más que hablemos, serán finalmente nuestras acciones las que hablarán por nosotros.
En ese sentido, creo firmemente que todo aquel sobre el que se coloca una determinada función, en nombre del Estado, asume un compromiso sagrado que debe honrar fielmente; al menos esa es su responsabilidad. Corresponde al Estado mismo, a través de sus instituciones, establecer las sanciones condignas cuando esto no ocurra, de tal manera que sirva de señal a los demás y sepan que existe un régimen de consecuencias que caerá sobe ellos en caso de deshonrar la función pública que le ha sido encomendada.
Así las cosas, vamos a discurrir groso modo sobre la figura del funcionario público, entendido este como “quien desempeña profesionalmente un empleo público”, persona que “realiza funciones públicas y que está al servicio del Estado por haberse incorporado voluntariamente en la estructura orgánica del mismo”; es decir, nos referiremos a este como la persona que “participa en la administración pública o de gobierno; y accede a su condición a través de elección, nombramiento, selección o empleo”.
En el caso de la República Dominicana, la Ley 41-08, sobre Función Pública, que surgió por la necesidad de adecuación de la Ley No.14-91, de Servicio Civil y Carrera Administrativa, bajo el fundamento de que la misma demandaba “de la incorporación en su contenido de modernos paradigmas jurídicos y administrativos de gestión de los recursos humanos, que propicien la rectificación y adecuación de los conceptos y principios instituidos en su concepción original”.
Fue así entonces que se estableció en la nueva legislación un conjunto de “principios fundamentales”, dentro de los cuales se coloca en un primer plano el mérito personal, conforme lo prevé el artículo 3, numeral 1 de la legislación de marras, disponiendo válidamente que “tanto el ingreso a la función pública de carrera como su ascenso dentro de ésta debe basarse en el mérito personal del ciudadano, demostrado en concursos internos y externos, la evaluación de su desempeño y otros instrumentos de calificación”. No nos preguntaremos aquí si se está cumpliendo fielmente con estos postulados, pues nos atemoriza que muchos –con razón o sin ella- puedan pensar lo contrario, además de que eso podría desvirtuar el alcance de este escrito, el cual consiste en señalar cuáles son las responsabilidades que asume quien ocupa una función pública.
Cabe destacar entonces que el perfil que consigo trajo la nueva legislación exige de todo funcionario público que ciña sus actuaciones dentro del marco de la ética y la disciplina, tal y como se consigna en el artículo 77 de la ley que comentamos. Esos principios rectores consisten en que estos modelen y evidencien en sus actuaciones cortesía, decoro, discreción, disciplina, honestidad, vocación de justicia, lealtad, probidad, pulcritud, y por último y por eso no menos importante, la vocación de servicio, la cual “se manifiesta a través de acciones de entrega diligente a las tareas asignadas e implica disposición para dar oportuna y esmerada atención a los requerimientos y trabajos encomendados”.
En esas atenciones, todo funcionario público -independientemente de quien se trate- que se aparte de estos principios rectores, deviene indefectiblemente en deficiente, y en tanto lo es, hace un flaco servicio al país, pues deshonra la función pública que le ha sido encomendada. Por eso, tal y como ha sido indicado y que vale la pena reiterar, grandes son las responsabilidades que asume quien ocupa una función pública, pues es su obligación –no sólo legal sino moral- honrar fielmente las funciones que en nombre del Estado le han sido delegadas.
Queda claro, entonces, que cuando esto no es cumplido lo que obviamente procede es su destitución – si es de nombramiento, selección o empleo-; obviamente, si más allá de su negligencia ha habido en sus actuaciones acciones indecorosas, igualmente procede su sometimiento a la acción de la justicia para que como hemos dicho, el régimen de consecuencias cumpla su finalidad, y en este caso igualmente procede en contra de aquellos funciones públicos de elección.
En consecuencia, corresponde a todo ciudadano correcto vigilar las actuaciones de quienes están llamados a representarlos, para que –lejos de convertirse en aduladores y justificadores de todo lo mal hecho- más bien les exijan a éstos que cumplan con sus responsabilidades, o que en su defecto hagan presión sobre quien los designa para su destitución, “forzando” consiguientemente a que las instituciones llamadas a su sometimiento jueguen su papel, de tal manera que agotado el debido proceso, cada cual responda ante el país por sus actuaciones.
El autor es Juez Titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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