Así como en una ocasión anterior nos referimos al derecho a una buena administración, en el que señalamos algo que creemos firmemente -y que reiteramos- sólo en la medida en que la ciudadanía se empodere en el sentido literal del término, asumiendo sus deberes y exigiendo sus derechos se pueden lograr verdaderas conquistas que terminen impactando positivamente a la sociedad en su conjunto, en esta oportunidad nos referiremos -grosso modo- al régimen jurídico de la función pública.
De entrada hay que destacar que la función pública en el caso de la República Dominicana está regulada mediante un estatuto que se aplica a todos los que, obviamente, se encuentren dentro de la Administración pública, pues se trata de un estatuto diferente al que se aplica y opera para los trabajadores del sector privado. La concepción de “funcionario” que es asumida estriba en que “su actividad consiste justamente en la actuación de funciones públicas, incluidas las de autoridad”.
En el caso de nuestro país ese estatuto al que hacemos referencia se trata de la Ley 41-08, de función pública, mediante la cual se creó la Secretaría de Estado de Administración Pública, hoy Ministerio, ley que tiene por objeto “regular las relaciones de trabajo de las personas designadas por autoridad competente para desempeñar los cargos presupuestados para la realización de funciones públicas en el Estado, los municipios y las entidades autónomas, en un marco de profesionalización y dignificación laboral de sus servidores”.
En dicho texto legal se establece un cuerpo de postulados que deben ser observados y sobre los que no abundaremos, claro está, sino que señalaremos algunos aspectos que nos parecen más relevantes, cual es el caso, por ejemplo, de resaltar que esos postulados y el propio contenido que consagra la ley se aplican a todos, incluso a aquellas instituciones que tienen regímenes de carreras administrativas especiales.
Se pueden citar dentro de esas carreras, la docente, diplomática y consular, entre otras, que pese a contar con sus leyes especiales les son aplicables los postulados y el contenido propiamente de la ley; es decir, que en tanto función pública ella coexiste con otros regímenes especiales, habida cuenta de que “su contenido se aplica de forma supletoria en todo cuanto no esté previsto en las leyes correspondientes” a esas instituciones de regímenes especiales. No se trata de apreciaciones particulares, sino que así lo consigna de manera clara la ley de marras.
Otro aspecto a resaltar consiste en que con la “aprobación” de la referida ley y la consiguiente creación de la entidad estatal encargada de su cumplimiento, ese ministerio quedó constituido en “órgano rector del empleo público y de los distintos sistemas y regímenes previstos por dicha ley”, y por tanto debe tener presente y sobre todo procurar siempre, entre otros fines, “el fortalecimiento institucional”.
Para lograr esos fines y que estos se mantengan inalterables como verdaderas garantías, con independencia de quien dirija la cosa pública en determinado momento, se requiere que en todo momento se priorice y privilegie el mérito y la profesionalización de los que nos habla el artículo 142 de la Constitución, pues si para acceder a determinado empleo en la Administración pública antes se requiere estar inscrito “en el partido oficial” o contar con una carta de recomendación de este, es claro que se desvirtúa y diría que se lacera mortalmente el espíritu y la esencia de la norma.
Lo anteriormente expresado no implica que estemos afirmando que así haya sido en el pasado reciente o que lo sea en la actualidad, pues más bien queremos pensar que no lo ha sido y que no lo es, pero que si lo ha sido o si lo es, se tomen las medidas de lugar para frenar en seco esa práctica en procura de que ya jamás lo sea.
Esto así porque dentro de las atribuciones que la ley le confiere al órgano rector del empleo público, que como se indica corresponde al Ministerio de Administración Pública, se encuentran, entre otras, las de “propiciar y garantizar el más alto nivel de efectividad, calidad y eficiencia de la función pública del Estado”, así como la de “garantizar el respeto de los derechos fundamentales de los servidores públicos”.
Todo esto implica a su vez que para lograr esos fines se requiere de servidores públicos que sumen a esos propósitos, amén del litoral partidista al que pertenezcan y sobre todo amén si no pertenecen a ninguno en particular, porque, a fin de cuentas, es su derecho y no se le debe “empujar” a renunciar a lo que creen como “garantía” para preservar sus empleos, sino que los mismos cuenten con las capacidades necesarias y exigidas para el desempeño de sus funciones; lo contario, sería, en cierto modo, una acción aberrante y vergonzosa dentro de un Estado Social y Democrático de Derecho como del que constitucionalmente “gozamos” en la República Dominicana.
A todos corresponde empujar en esa dirección, de tal manera que la Administración pública sea cada vez más eficiente, lo que operaría no sólo como una garantía para los servidores públicos en sí mismos, sino -y lo que es más importante- como una garantía para el ciudadano de recibir las mejores atenciones cuando de servicio público se trate, estando todos claros de que cuando un ciudadano se apersona a una institución pública no puede ser visto como alguien que acude para que le hagan un favor, sino como lo que es, un ciudadano dotado de derechos que se le deben garantizar.
El autor es ocoeño y egresado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).
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