Establecido ha quedado a través de los años que el principio de presunción de inocencia es una regla que debe ser observada al pie de la letra, en el sentido de que “solamente a través de un proceso o juicio en el que se demuestre la culpabilidad de la persona, podrá el Estado aplicarle una pena o sanción”. De hecho, como camisa de fuerza se impone a los Estados democráticos “desarrollar una serie de previsiones legislativas para asegurar que mientras la sentencia condenatoria no exista, se le causen las menores molestias posibles al inculpado, sobre todo mientras dura el juicio en su contra”.
Sobre este particular ha establecido el tratadista italiano Luigi Ferrrajoli que “—si es verdad que los derechos de los ciudadanos están amenazados no sólo por los delitos sino también por las penas arbitrarias— la presunción de inocencia no sólo es una garantía de libertad y de verdad, sino también una garantía de seguridad o, si se quiere, de defensa social: de esa “seguridad” específica ofrecida por el Estado de derecho y que se expresa en la confianza de los ciudadanos en la justicia; y de esa específica “defensa” que se ofrece a éstos frente al arbitrio punitivo”.
De igual forma la presunción de inocencia como regla de trato procesal implica que toda persona tiene derecho “a ser tratado como inocente en tanto no se declare su culpabilidad por virtud de una sentencia condenatoria” que haya adquirido la autoridad de la cosa irrevocablemente juzgada.
Pero además, es un principio constitucional consagrado en el artículo 69.3 de nuestra norma suprema, que como una de las reglas del debido proceso y de tutela judicial efectiva dispone que es un derecho que tiene toda persona en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos “a que se presuma su inocencia y a ser tratada como tal, mientras no se haya declarado su culpabilidad por sentencia irrevocable”. Es un derecho que debe ser defendido en cualquier escenario y circunstancia y que debe respetarse porque es un mandato constitucional.
Ahora bien, es importante tener presente, tal y como hemos señalado en múltiples ocasiones, que esa presunción de inocencia con la que debe ser tratado todo el que es sometido a un proceso judicial, con especial énfasis en el proceso penal, sin que esto implique que sea exclusivo de esta área del derecho, en materia patrimonial se invierte el fardo de la prueba, teatro en el que los actores asumen roles invertidos.
¿Cómo se traduce esto? Sencillo, que en el primer escenario es quien acusa el que debe probar la culpabilidad del procesado, haciendo desaparecer la presunción de inocencia con la que llega al proceso la persona acusada, mientras que en materia patrimonial es quien posee los bienes el que está en la obligación de probar el origen de los mismos cuando se ha sido o se es funcionario público.
Pero dejemos que sea el propio texto el que nos edifique al respecto, pues el artículo 146.3 de la Constitución es claro al señalar que: “Es obligatoria, de acuerdo con lo dispuesto por la ley, la declaración jurada de bienes de las y los funcionarios públicos, a quienes corresponde siempre probar el origen de sus bienes, antes y después de haber finalizado sus funciones o a requerimiento de autoridad competente”.
Es importante que esto sea así y de hecho es lo que corresponde, habida cuenta de que el Estado “condena toda forma de corrupción en los órganos del Estado”, por tanto resulta obvio que si al desempeñar una determinada función pública el patrimonio acumulado resulta de difícil justificación en virtud del paquete salarial recibido en el ejercicio de estas, es el poseedor de tal patrimonio el que está en la obligación de probar su aumento.
Si esto no puede ser probado entonces es igualmente obvio que en principio se configure la presunción de enriquecimiento ilícito por parte de aquel que ocupa o ha ocupado determinada función pública, y como es a quien posee esos bienes a quien corresponde siempre probar el origen de sus bienes la mejor manera de desmontar esa presunción es con la debida rendición de cuentas a través de la correspondiente declaración jurada de patrimonio.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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