Felipe Ciprián
Fue en agosto de 1987 que un joven se acercó a mi carro cuando yo recargaba combustible en la «bomba de Pin», en Baní, a las 9:40 de la noche, y me pidió un favor.
Dijo más o menos:
-Señor, lléveme a Matanzas, que le voy a pagar por el servicio.
Como es natural, le dije que no, pues mi ruta era Baní-Santo Domingo donde, tarde ya, me esperaban mis dos hijos pequeños.
Dando un largo sorbo de un cigarrillo rubio, el joven me imploró: -Señor, yo soy Alex Bueno, tengo el compromiso de una fiesta en Matanzas, se me dañó mi carro y no veo a nadie más que pueda llevarme. No me gusta quedar mal. Le voy a dar 300 pesos por su servicio.
Lo miré bien, lo reconocí y descubrí que ciertamente era Alex Bueno, y le dije que lo llevaría, no por los 300 pesos que me ofrecía, que no acepté, sino que lo llevaba gratis porque admiraba al hombre que quería cumplir con su deber.
Abordó mi Nissan Stanza 1986, apreté el acelerador y los dos nos fuimos con rumbo a la «Disco Terraza Calín», en Matanzas, en aquel agosto de patronales. En la ruta fuimos conversando, él iba fumando cigarrillos rubios, me los brindó, pero a pesar de que yo fumaba entonces -ya no, por Dios- no los acepté, pues yo tenía los míos.
Cuando cubrimos la distancia de ocho kilómetros, sus músicos estaban encendiendo la fiesta, los matanceros bailaban y Alex me hizo una última imploración: -señor: entre un ratito conmigo a la fiesta y luego se va, que usted ha sido muy generoso conmigo y no ha aceptado nada. Otra vez decliné y le dije que mis hijos (Guido y Víctor) me esperaban, que le deseaba éxito y salí hacia Santo Domingo. Alex, muy emocionado, me respondió con un -gracias, usted y yo nos veremos otra vez. Han pasado 30 años y no nos hemos visto nuevamente, pero estoy seguro que él no habrá olvidado aquel fortuito episodio cuando yo lo ayudé a cumplir con su deber, sin aceptarle ni un cigarrillo, y yo cumplí con el mío.
Wilfrido Vargas
A finales de enero de 1991, estaba yo dormitando en la sala de espera para abordaje de un avión de Iberia que desde el aeropuerto de Barajas, en Madrid, ocuparía de regreso al país.
Tenía más de una hora sentado leyendo cuando veo que el salón comienza a inundarse de jóvenes dominicanos, algunos con instrumentos musicales, pero ninguno encontraba dónde sentarse a esperar el abordaje de la aeronave.
Entre ellos, reconocí a Wilfrido Vargas, le hice una señal para que se acercara a mí y muy gentilmente lo hizo. Hablando ya, me presenté a él porque no éramos amigos, y le dije: -Wilfrido, yo lo admiro mucho a usted como artista y como ser humano; quiero que se siente aquí.
Renuente, Wilfrido me dijo que no. Que me quedara ahí, que él podía esperar de pie. Volví a rogarle y casi lo senté «a la mala», mientras yo puse mi maletín en posición vertical y me senté frente a él para conversar.
Wilfrido me contó su gira por Europa y lo bien que le había ido. Hablamos de los problemas del país y del mundo (comenzaba la guerra del Golfo) hasta que llegó la hora de abordar: él en cabina de primera clase para cruzar el Atlántico, yo en clase económica.
Me tocó un asiento entre uno de sus músicos y una joven dominicana que venía de Italia, y cada cierto tiempo Wilfrido pasaba por nuestro asiento y me estrechaba la mano en agradecimiento, con un gesto alegre. Con él tampoco he vuelto a hablar.
Omega El Fuerte
Me da una gran pena ver el ensañamiento que tiene la justicia con Omega, que ciertamente no ha sido un ejemplo del buen trato con sus parejas, pero él y Vaqueró son los únicos que han pisado la cárcel por lo mismo que hacen empresarios, militares y políticos en proporción mayor. Lo de aquellos se resuelve en el «tribu-nada».
He disfrutado su mambo, lo he bailado con Juana Mercedes, y me apena que en él se combine tanto talento, improvisaciónÖ e intolerancia. Lamento más -eso sí- el ensañamiento selectivo con este trovador de barrio que no puede «convencer» a los jueces como lo hacen políticos, empresarios y militares que han matado y golpeado a «sus» mujeres, y nada pasa.
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