Escrito Por: Dinorah García Romero
La sociedad dominicana, cada vez más, muestra preocupación por el índice de actos delincuenciales que tienen como sujetos a jóvenes y adultos. Participan, también, funcionarios gubernamentales, municipales y legisladores. Este problema se va acrecentando en detrimento de una convivencia pacífica, de la institucionalidad y, especialmente, de la ética personal y social. No hablamos de un problema emergente. No. Se trata de una práctica que se va afirmando desde hace varios años. Si no se le presta la atención debida, se convertirá en una práctica cultural, se normalizará socialmente; y, cuando esto ocurra, las dificultades para erradicarla serán más difíciles.
La situación que se observa en zonas urbanas y rurales con respecto al problema delincuencial -que generalmente se le atribuye a los jóvenes, pero que tiene muchos prosélitos en el mundo de los adultos- requiere menos retórica de las autoridades gubernamentales. Demanda, además, más atención del Estado, de los centros educativos, de las instituciones de educación superior, de las iglesias y de las organizaciones comprometidas con el fortalecimiento de la democracia y de la humanización de las instituciones y de la sociedad. Ha llegado el momento de establecer prioridades en este aspecto. La situación no se resuelve con palabras, con discursos vanos, sin sentido.
Si el gobierno actual y la sociedad en general desean apartarse de la simulación para contribuir efectivamente a un cambio en la delincuencia de cuello blanco y en los que tienen ese cuello, es necesario invertir en la educación de la familia. Esto parece un eslogan; pero, por el contrario, es una necesidad que requiere atención prioritaria. La familia es una institución que se instrumentaliza con facilidad. Esto pudimos observarlo en el período de la pandemia Covi-19. En este período, la familia se convirtió en recurso útil. Se consideró como un espacio estratégico para ampliar el trabajo propio de las aulas. La familia se asumió como una extensión de la tarea escolar. Terminó la pandemia, finalizó el estrellato de la familia.
Esto es inadmisible. La familia no puede ser utilizada cuando conviene para una causa determinada. Es innegable que la familia con su diversidad puede contribuir a un ordenamiento y a un equilibrio social. Para avanzar en esta dirección, importa que se fortalezca la educación y la participación real de la familia. Tanto la educación como la
participación tienen que distanciarse de la simulación. Es necesario que se invierta en la familia, que se incluya en aquellos espacios que puede aportar y aprender al mismo tiempo. No se puede esperar otra pandemia. Si solo se toma en cuenta en tiempos difíciles, la instrumentalización de la familia se convierte en una práctica nociva para el país.
Los ministerios de Educación, de Interior y Policía, de Educación Superior, de Deportes y Recreación, de Salud Pública y de Medio Ambiente hace años que debieran establecer un pacto estratégico para trabajar con políticas y estrategias consensuadas para profundizar la educación y la participación de las familias. Deben invertir en este renglón para cuidar el presente y el futuro de la nación. Con eventos coyunturales no van a ningún lugar. Ralentizan la solución de los problemas y normalizan prácticas que les toca no solo reorientar, sino que les toca transformar. Las políticas orientadas a la educación y a la participación de la familia deben comprometer a las iglesias y a organizaciones de la sociedad civil, más allá de las consignas religiosas. De lo que poseen, deben liberar un porcentaje para la educación y para la participación socioeducativa de la familia.
Si se invierte en la familia, con su heterogeneidad y fragilidad, el país se desarrolla y avanza. Si esta inversión se descarta, se convierte en simulación la preocupación por el embarazo adolescente, por la violencia familiar, por la corrupción dentro de la sociedad y la familia. Es simulación, también, hablar y programar la calidad de la educación nacional. Queramos o no, la familia, aún con su profunda debilitad, tiene que contar. No se la puede obviar. Con tanto robo y despilfarro de dinero que hay en el país, ¿por qué no es posible invertir, realmente, en la educación y en la participación social de la familia? ¿Qué se piensa con respecto al desarrollo presente-futuro del país? Son muchas las preguntas abiertas.
Urge más educación y menos simulación. Como afirma Pedro Poveda, “todos hemos de cooperar”; pero, hay unos que tienen más responsabilidad y posibilidades que otros. Los ministerios señalados antes tienen un compromiso ineludible. No pueden argumentar nada que justifique su trabajo como llaneros solitarios. No pueden argumentar que les falta dinero. No. Quizás tendrían que clarificar y fortalecer la visión y el compromiso con el desarrollo integral del país. Quizás tendrían, también, que pensar la constitución de una comisión interministerial responsable de la ejecución real de las políticas sociales y educativas a favor de la familia. Deben ser políticas consistentes y sostenidas, que se distancien del teatro electoral.
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