Por: Harris Castillo
El mundo está en estado de miedo. El miedo por sí mismo no es malo, como no lo es nada en la vida fuera de los excesos. El miedo, despierta la curiosidad, que es la educadora histórica de nuestra sociedad. Para que la curiosidad se active, necesita enfrentar lo inhabitual. En tal virtud, este miedo nos dejará grandes aprendizajes.
No hay referentes al estado de miedo que hoy se vive, habría que regresar a los tiempos de la Peste Negra o Bubónica, que se origina también en el Asia, (es endémica en Mongolia), y llega a Europa precisamente por Italia, responsable de la muerte de más de 100 millones de personas en el mundo. Para entonces, América esperaba ser “descubierta”.
Lo que está enfrentando el mundo, fruto del coronavirus, no lo ha enfrentado la presente generación.
A finales de la primera guerra mundial que mató a 31 millones de personas en cuatro años, aparece en Estados Unidos, la peste más devastadora que conoce la historia mundial moderna, el mundo la conoce poco porque la prensa occidental fue censurada sobre el tema, solo España, que no estaba involucrada en la guerra, le dio amplia cobertura en virtud de la magnitud de dicha peste, gracias a lo cual se conoce como Gripe Española de 1918 y no como debiera ser, Gripe Norteamericana de 1918. Esta peste cobró la vida de entre 20 y 40 millones de personas, solo en un año.
Desde 1939 hasta el 1945, el mundo vivió los horrores de la segunda guerra mundial, donde perdieron la vida entre 40 a 100 millones de seres humanos, dependiendo de quien haga el conteo, casi el cien por ciento seres inocentes.
En el año 1981 aparece el virus de inmunodeficiencia humana (HIV por sus siglas en ingles), que deriva en el síndrome de inmunodeficiencia adquirida o SIDA, responsable de la muerte de al menos 32 millones de personas en todo el mundo, principalmente en los países al sur del desierto de Sahara.
Ni las guerras, ni el SIDA, lograron infundir el miedo que hoy se siente por la aparición de este virus que ha puesto a repensar el mundo, ya que tanto unas como el otro, tenían frentes de batalla definidos y fuera de ellos la civilización humana no corría riesgo, eran enemigos dirigidos a grupos identificables.
Gracias a la curiosidad, hoy hay más armas para enfrentar al enemigo que las que había ayer, pero el enemigo es invisible y está en todos los frentes, por lo que los gobiernos han tenido que recurrir al pueblo y no al ejercito, al sentido común y no a la fuerza, a la colaboración y no a la imposición. La victoria no reside en la capacidad bélica o estratégica, ni siquiera a la disponibilidad de recursos económicos, sino en la capacidad de unificar a las personas, por primera vez.
Uno de los grandes beneficios de esta pandemia entonces, es el derivado de esa capacidad de unir para vencer, que es antítesis de la cultura occidental actual de dividir a la población para lograr los objetivos de un grupo dominante. La inversa también es resaltable, el pueblo puede asimilar que es el verdadero poder, y no el gobierno o la capacidad armamentista, y con ello tornarse más crítico y exigente.
Otro aspecto de beneficio invaluable que nos ha traído el coronavirus, es el de la importancia de la condición humana sobre las condiciones materiales como medida de valor. El dinero, hoy, es irrelevante. Mañana tendrá el mismo peso en el torrente social occidental y volveremos a las luchas de intereses, con un referente más sobre lo verdaderamente importante; y este referente, para las futuras generaciones preocupadas en la construcción de una mejor sociedad, será arma fundamental en la elaboración de un discurso creíble.
Mas allá de los beneficios medibles, y de los que atañen al hombre como tal, hay otros “intangibles”, tan poderosos, que escapan a la visión homoscópica, pero que para la sobrevivencia de la especie, y siendo optimista para las generaciones futuras de mediano plazo, son garantía de mejores tiempo. De ellos hablaremos en la próxima entrega.
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