Cuando se llega a ocupar una función pública, sea por elección o por designación, se debe tener presente en todo momento que lo que ha alcanzado es la gran oportunidad de servir, y que por tanto, lo que se adquiere es una gran responsabilidad de cara a la sociedad, y en consecuencia se debe actuar con la mayor pulcritud y delicadeza posibles, cuidando en todo momento el interés colectivo, constituyéndose literalmente en los ojos del país desde la posición que se ocupa.
De hecho, si vemos el perfil que la ley establece para todo servidor público, es claro que tal y como lo consigna el artículo 78 de la Ley 41-08, que define el régimen ético y disciplinario, “sin importar la naturaleza de su vínculo funcionarial, está dirigido a fomentar la eficiencia y eficacia de los servicios públicos y el sentido de pertenencia institucional, a fin de promover el cumplimiento del bien común, el interés general y preservar la moral pública”, lo que es refrendado a su vez por la Constitución de la República cuando dispone en su artículo 147 la finalidad de los servicios públicos, los cuales “están destinados a satisfacer las necesidades de interés colectivo”.
Es de vital importancia que ese sentido de pertenencia institucional no sea interpretado como una patente de corso de la que se goza para actuar en desmedro de los demás, sino que justamente lo que pretende la norma es que en la medida en que el servidor público desarrolle ese sentido de pertenencia sea estrictamente para promover el cumplimiento del bien común, de tal manera que con su accionar esté garantizado el interés general -no sus intereses particulares o grupales- debiendo mantener una conducta intachable que preserve la moral pública.
Así pues, desde el momento mismo en que nos convertimos en servidores públicos, sin importar la posición que ocupemos, es nuestra responsabilidad modelar una conducta ética que garantice primero, y que promueva después, el bien común, el interés general y la moral pública, pues si nos descarrilamos de ese sendero no sólo terminaremos haciéndole un flaco servicio al país, sino que es muy posible que terminemos comprometiendo nuestra responsabilidad en diversos órdenes, y además, lo que entendemos más lamentable, avergonzando a nuestras familias.
Pero lo que debemos tener bien presente en todo momento es que no se trata de cumplir con estos postulados sólo porque así lo establezca la ley o por temor a ser objeto de las sanciones a que dieren lugar nuestras indelicadezas, sino sobre todo porque sea asumido como un compromiso sagrado e irrenunciable desempeñar las funciones que tengamos a cargo con elevado sentido de responsabilidad y decoro.
Esto así porque aunque se burle en determinado momento la persecución penal y disciplinaria, y aun cuando jamás paguemos ante la ley por las actuaciones burdas desde las posiciones desempeñadas, siempre será penoso y lamentable el que al mirarnos al espejo y al rendirle cuenta a nuestras conciencias sintamos vergüenza por saber que “disfrutamos” de bienes mal habidos, de fortunas que no podemos justificar porque sean el fruto de la corrupción, más el riesgo de ser estigmatizado para toda la vida, con lo que podríamos terminar haciendo cargar a nuestras familias eternamente.
No se trata sólo de que respetemos la norma porque así lo establezca cuando de manera clara señala las prohibiciones de los servidores públicos, al disponer que no pueden estos “solicitar, aceptar o recibir gratificaciones, dádivas, obsequios, comisiones o recompensas, como pago por actos inherentes a sus cargos”, así como tampoco “solicitar, aceptar o recibir ventajas o beneficios en dinero o en especie…”, sino que más allá de esto pensemos en las consecuencias de nuestras actuaciones de cara al presente pero sobre todo de cara al futuro.
No se trata sólo de que respetemos la Constitución de la República cuando en su artículo 146 señala que será sancionado quien “sustraiga fondos públicos o que prevaliéndose de sus posiciones dentro de los órganos y organismos del Estado, sus dependencias o instituciones autónomas, obtenga para sí o para terceros provecho económico”; más allá de eso, lo que más debe pesar es lo que dejamos como legado al ocupar una posición en la administración pública.
Esas funciones públicas pasarán, como todo en la vida, y no creemos que pueda haber mayor satisfacción que al concluirlas podamos sentarnos juntos con esos a los que estábamos llamados a representar con la satisfacción del deber cumplido y con la certeza de que nadie podrá con pruebas señalarnos actos indecoros en el ejercicio de nuestras funciones.
Pero además, ¿se puede disfrutar y podrán disfrutar nuestras familias con tranquilidad del resultado de fortunas conseguidas en desmedro del interés general? Es claro que no. Nuestros hijos, amigos, familias, vecinos, la sociedad en sentido general sabe lo que devengamos como salario, ya todo es público, y no son tan ingenuos como suponemos para no apreciar el nivel de vida material que llevamos, que les ofrecemos y que exhibimos sin darse cuenta de que con lo que percibimos legalmente eso no es posible.
No olvidemos que la ambición desmedida por los bienes materiales y actuar bajo la errónea visión de conseguirlos a como dé lugar, sin importar la procedencia, es un peligroso incentivo para la corrupción y las actuaciones indecorosas. No es malo poseer bienes materiales, incluso diría que es muy bueno, pero siempre que sean logrados en buena lid, de tal manera que podamos disfrutarlos sin sobresaltos y sin tener que bajar la cara ante los demás y ante nosotros mismos al enfrentarnos con nuestras conciencias.
Queda claro pues, que tal y como hemos señalado y reiteramos, cuando llegamos a ocupar una función pública lo que se nos ha dado es la gran oportunidad de servir y no una patente de corso para usar las funciones públicas para el enriquecimiento ilícito en detrimento de los demás.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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