Es aceptado como un axioma por una inmensa mayoría -para no generalizar- que una de las principales características que debe adornar a un juzgador es la imparcialidad, pues la misma constituye una garantía en sí misma para las partes que se enfrentan en el litigio que éste habrá de dirimir.
Esa facultad atribuida exclusivamente al juez, cuando no es presentada y tramitada oportunamente ante la configuración de determinadas causales, lo lanza al terreno de la recusación, que a diferencia de la inhibición está reservada a las partes para promover que quien está apoderado para conocer y decidir el conflicto sea apartado del proceso, lo que indudablemente puede terminar comprometiendo no sólo su imagen sino la de la institución a la que pertenece y representa.
Plantear la inhibición allí donde se aprecie existan motivos reales para ello es la mejor señal que puede enviar el juzgador hacia la sociedad en la que ejerce sus funciones; de ahí la importancia de que en todo momento quien tenga a su cargo tan delicada responsabilidad no sólo proyecte imparcialidad, sino y sobre todo que la garantice. Claro está, no se trata de hacer de la inhibición un uso alegre e imprudente para evitar asumir responsabilidades, pues esto sería un acto igualmente reprochable.
Pero eso sí, en todo momento debe el juzgador cuidar celosamente su imparcialidad, evitando choque de intereses que puedan lacerarla, pues en honor a la verdad si quien está llamado a arbitrar conflictos carece de esta condición podrá ser todo menos un juzgador en el sentido estricto de la palabra. Debe cuidar con esmero su imparcialidad en todo momento debido a que si comete un desliz, por más pequeño que sea, podría estar afectando su investidura y con ella poniendo en peligro la confianza que debe imprimir a la ciudadanía.
De manera certera en nuestro país el Código de Comportamiento Ético del Poder Judicial consagra en sus numerales 2 y 16 los principios de credibilidad e integridad, concebido el primero como “cualidad percibida por los demás…, en la que se exprese e irradie a través de sus actuaciones los valores y principios éticos y el cumplimiento de la normativa para generar confianza del usuario y del ciudadano”, y el segundo configurado como “la disposición de actuar con responsabilidad y respeto a la gestión administrativa conforme a los valores y principios éticos de la institución”.
En el caso de la República Dominicana, tal y como acontece en otros ordenamientos jurídicos, están contemplados los motivos de la inhibición y de la recusación, conforme se consigna en el artículo 78 del Código Procesal Penal, señalando los motivos específicos, pero destacando en el último de los 10 numerales de dicho texto que “los jueces pueden inhibirse o ser recusados por las partes en razón de cualquier otra causa, fundada en motivos graves, que afecten su imparcialidad o independencia”, pues lo que persigue la norma es que quien vaya a juzgar lo haga libre de todo prejuicio, garantizando con esto los niveles de imparcialidad que se esperan de un juzgador.
Dentro de los motivos específicos que otorgan al juzgador la facultad de inhibirse, y diríamos aquí que lo obligan éticamente, se destacan, en síntesis, “tener o conservar interés personal en la causa; haber intervenido con anterioridad, a cualquier título, o en otra función o calidad o en otra instancia en relación a la misma causa; tener amistad que se manifieste por gran familiaridad o frecuencia de trato con una cualesquiera de las partes e intervinientes, así como por tener enemistad, odio o resentimiento que resulte de hechos conocidos con una cualquiera de las partes e intervinientes”.
Queda claro que la inhibición (reservada al juzgador) y la recusación (reservada a las partes) “son mecanismos procesales que tienen como objeto el apartamiento del conocimiento del proceso de un determinado juez siempre que concurran circunstancias que afecten su imparcialidad”, pues el derecho al juez imparcial es a su vez un “derecho de los ciudadanos a que sus litigios y controversias de naturaleza jurídica sean decididos por un tercero imparcial y ajeno al conflicto”.
Todo esto estriba en el fundamento de que “la finalidad última del derecho es asegurar la confianza que los tribunales deben inspirar a los ciudadanos en una sociedad democrática”. En ese sentido, la realidad monda y lironda es que allí donde existan motivos que puedan comprometer su imparcialidad e independencia, la inhibición se constituye en una obligación ética del juzgador.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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