Por: Albert Mejía Báez
[A Magnolia Ortiz Vda. Báez, in memoriam, mi abuela-madre,
cuya dilatada trayectoria de vida dejó una impronta de luz e
inspiración incorruptible en la mía propia].
Existe una conexión inexplicable entre lo infinito y lo finito. La literatura, intenta mas que cualquier otra ciencia del conocimiento humano, describir esos lugares comunes entre lo tangible y aquello que se encapsula en la esfera del mito.
El pasado día seis de marzo de este año 2025 fue un día de profunda reflexión sobre la vida, llegando a la conclusión de que, lo efímero de nuestra existencia no tiene otra razón de ser, que la de propiciar una epifanía material que nos envuelve en esa coraza irrompible de lo intangible y lo sublime para transmutarnos, del polvo al éter, transitando por los estrechos pasillos del orden absoluto.
La literatura, tal como la conocimos en décadas anteriores, ha mutado. En un mundo que cambia con la rapidez de un clic y en donde los medios digitales predominan sobre los impresos, parece que las novelas largas, los relatos profundamente elaborados y los tomos que antaño parecían imprescindibles han cedido paso a otros formatos más inmediatos. Entonces, nos preguntamos: ¿Realmente la literatura como la conocimos ya no despierta interés? ¿O, simplemente, hemos olvidado cómo leer entre las líneas de una realidad tan vertiginosa y fragmentada como la que habitamos hoy? Como si de un reflejo de la sociedad contemporánea se tratase, la literatura parece hallarse en la encrucijada entre la nostalgia de un pasado glorioso y el desconcierto de un futuro incierto.
¡Recordábamos, el día seis, el natalicio de Gabriel García Márquez, abriendo un valle de pensamientos y sentimientos encontrados que, traen luz… Fulgurante luz! a episodios de nuestras vidas que han marcado una pauta. En medio de este torbellino cultural, figuras literarias como Gabriel García Márquez siguen resonando con fuerza.
Si uno se detiene a reflexionar sobre la génesis de su obra más emblemática, Cien años de soledad, es posible que sus ecos nos hablen de algo mucho más allá de las peripecias de la familia Buendía.
En sus páginas no solo se encuentra el misticismo del realismo mágico, sino también una profunda reflexión sobre la naturaleza del ser humano, la historia, el tiempo y la violencia. La narración de Márquez no solo explora el amor, el poder y la soledad, sino que, al igual que los personajes de Macondo, se enfrenta a la dualidad del mundo: lo insondable y lo tangible, lo histórico y lo personal, lo público y lo privado.
A menudo, cuando se menciona el realismo mágico de García Márquez, se tiende a reducirlo a un estilo literario o a una característica narrativa. Pero Cien años de soledad es mucho más que eso. Su obra es una especie de testamento sobre la capacidad de la literatura para trascender y conectar los destinos personales con las grandes narrativas históricas. “Muchos años después”, la famosa frase que inaugura la novela, no solo nos lleva a un pasado lejano en el tiempo, sino que también nos invita a un espacio filosófico donde el tiempo, esa construcción humana tan esquiva, se difumina. Esta frase encapsula el mundo de Macondo, el cual, aunque está situado en el pasado, posee una resonancia que nos parece aún presente.
Al final, los Buendía, como reflejo de toda la humanidad, no son más que vehículos a través de los cuales García Márquez nos presenta la ineludible fatalidad del tiempo. Y es que, aunque el relato de Aureliano Buendía y su eventual fusilamiento frente a un pelotón sea uno de los más impactantes de la novela, no podemos olvidar que ese destino trágico se anticipa cuando el mismo personaje, años antes, experimenta el asombro ante el hielo. Ese simple, pero a la vez complejo, descubrimiento es el primer paso hacia una serie de revelaciones que lo conducirán inexorablemente hacia su final, como un microcosmos de lo que es el destino en el universo Buendía: un ciclo constante de repeticiones, búsquedas y desencantos.
Este simbolismo de lo “extraño”, como el hielo en Macondo, se fusiona con la violencia, la muerte y la incomprensión que marca la vida de los Buendía, una metáfora poderosa de la vida misma. La aparición de lo inusual no es solo un elemento decorativo; se convierte en el vehículo de una reflexión profunda sobre lo que se escapa al control humano.
Lo “extraño” y lo “desconocido” están, en realidad, mucho más cerca de lo que creemos, y ese es el sello literario que hace de García Márquez un maestro indiscutido de la narración universal. El hielo no solo es una cosa tangible, sino una pista sobre el mundo incierto y desbordante en el que los personajes se hallan, una metáfora de lo inalcanzable, de lo complejo y de lo desbordado.
Pero, ¿cómo podemos trasladar esa reflexión sobre el hielo, esa inmensidad cargada de simbolismos, al mundo literario de hoy? En un entorno cultural caracterizado por la inmediatez, por el consumo rápido y por la voracidad de los algoritmos, el espacio de la literatura pareciera encogerse. Las novelas profundas, que requieren de una lectura pausada y reflexiva, se ven arrinconadas por las noticias de última hora, las imágenes rápidas y los contenidos superficiales que dominan la esfera digital. Los escritores contemporáneos, entonces, enfrentan el reto de cómo lograr que sus obras sigan resonando en una sociedad donde la atención está fragmentada entre mil estímulos simultáneos.
En este contexto, no muy distantes de Márquez; pero sobre un escalón más abajo, dos autores profundamente significativos, Juan Bosch y William Mejía, tienen un lugar especial en la reflexión literaria contemporánea. Bosch, un escritor y político dominicano, destacó por su capacidad para integrar la narración realista con una profunda carga simbólica. Su obra, que tocaba temas como la justicia social, el abuso de poder y la lucha por la libertad, sigue siendo relevante hoy porque aborda la condición humana con una crítica acerba al poder y a las injusticias que siguen marcando las sociedades contemporáneas. La conexión con García Márquez es inmediata, porque, aunque sus estilos son diferentes, ambos autores exploran las contradicciones humanas, la violencia y la esperanza en escenarios donde la historia parece repetirse.
La literatura de William Mejía, aunque menos conocida a nivel internacional, también ofrece una visión profunda sobre la identidad y la lucha personal del hombre común y descalzo dentro de un contexto social agitado; es un grito a la justicia social y un canto a la naturaleza, a la dignidad y a la libertad. Su estilo, cargado de simbolismos, aferrándose a sus raíces y de una mirada crítica a las realidades sociales, se articula como una forma de resistencia ante las estructuras de poder. La conexión con los escritores del boom latinoamericano, especialmente con García Márquez, se encuentra en la forma en que Mejía utiliza la realidad política y social de su tiempo para dar forma a una narrativa que no solo refleja la vida de los individuos, sino también la de las sociedades que los moldean. Con razón dice William que, “debemos escribir las historias que nuestras abuelas nos cuentan” para no dejar morir la literatura.
Quizás en estos autores, como en García Márquez, encontremos la clave para el futuro de la literatura en la era contemporánea: la capacidad de abrazar lo simbólico sin perder de vista la dureza de la realidad. Así, la literatura sigue siendo un vehículo para entender el mundo, un reflejo de lo inalcanzable y lo misterioso, que debe seguir innovando para conectar con nuevas generaciones.
La clave de la trascendencia literaria radica en la capacidad de los autores para integrar lo antiguo con lo nuevo, lo físico con lo digital, lo profundo con lo inmediato. Los temas universales —la identidad, la justicia social, el amor, la guerra— siguen siendo tan poderosos como antes. Y es en esta convergencia entre el pasado y el presente, entre lo tangible y lo etéreo, donde la literatura puede hallar su lugar. Los autores de hoy no deben temer a los nuevos formatos, sino aprender a aprovecharlos para crear nuevas experiencias literarias. Los audiolibros, las novelas gráficas o las narrativas interactivas pueden llevarnos a explorar el “hielo” de una manera distinta: no de manera literal, sino como metáfora de lo que está fuera de nuestro alcance, lo que aún no comprendemos y lo que está a punto de transformarse en nuestra realidad.
Aun así, la esencia de lo que hace trascendente una obra literaria sigue estando en su capacidad de conectar a los seres humanos con su propia historia, con los temas fundamentales que nos constituyen, con los enigmas de la vida y la muerte. Así como Aureliano Buendía encontró en el hielo una fascinación profunda, hoy la literatura sigue siendo capaz de interpelar la fascinación humana ante lo inexplicable. No importa en qué formato llegue al lector, lo que sigue siendo esencial es su poder para llevarnos más allá de lo que vemos, hacia lo que no sabemos aún cómo comprender.
El verdadero desafío, entonces, no es si la literatura será capaz de seguir trascendiendo en un mundo digitalizado, sino si, al igual que el hielo en Macondo, los escritores sabrán transformar lo incomprensible en una experiencia literaria que conmueva, que interpele, que nos haga cuestionarnos la propia naturaleza del mundo en el que vivimos. En esta época de constantes cambios, lo que nunca dejará de ser relevante es la capacidad de la literatura para ofrecer un espejo en el que los seres humanos puedan, finalmente, ver su propia humanidad.
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