Por José Manuel Arias
(Escrito a propósito del develizamiento de la estatua del patricio Juan Pablo Duarte en el Parque Central de San José de Ocoa, que se honra con su nombre; acto celebrado en fecha 02/08/2018).
Cuando nos dimos cuenta de que se hacían gestiones para colocar una estatua gigante del prócer de la libertad en nuestro Parque Central, debo admitir que fue motivo de mucha satisfacción, pues toda obra que procure mantener incólume la figura egregia del dominicano de gloria más pura, como lo es el patricio Juan Pablo Duarte Díez, deberá contar siempre con la aprobación de los dominicanos.
Debo igualmente confesar que cuando en meses pasados tuve la oportunidad de ver que llegó a ese preciso lugar esa imponente obra escultórica, un sentimiento de emoción me embargó, lo mismo que de gratitud hacia los que tuvieron la visión de lograr que esta “efigie monumental” fuera esculpida para que atestigüe nuestro discurrir en la vida, y que a su vez se constituya en la motivación para modelar una conducta correcta desde el punto de vista ético y en consonancia con el legado histórico del Padre Fundador de nuestra nacionalidad.
Si nos remontamos a los orígenes de este tipo de obra en honor al patricio en nuestro país, debemos partir del día 16 de julio de 1930, que fue cuando se develizó por primera vez en la capital de la República una estatua en honor a la “esclarecida memoria del Padre de la Patria”, gracias al patrocinio de un insigne dominicano y de un “ilustre repúblico”, el Dr. Federico Henríquez y Carvajal. La segunda estatua de esta especie fue develizada el 26 de enero de 1975, en Santiago de los Caballeros.
Como expresara el autor de Pedestales refiriéndose a Duarte… “su caso, como el de José Martí, es el de un apóstol que desea ofrecer su vida por el ideal de la independencia…”, destacando además que: “Es necesario que el país que le sirve de pedestal crezca a su vez que su estatura se agigante en la sucesión de los tiempos. Cuando llegue ese momento histórico, tal vez menos lejano de lo que hoy creemos, se verá que la historia de América no ofrece otro ejemplo de abnegación y de modestia comparable al del prócer dominicano”.
De manera, pues, que el develizamiento de esta estatua gigante sobre el Padre de la Patria indiscutiblemente constituye un hermoso acto de justicia a la memoria del fundador de nuestra nacionalidad.
Lejos de toda mezquindad y con la madurez que consigo traen los años, asumimos hoy las palabras del Dr. Joaquín Balaguer, cuando en discurso pronunciado en su condición de Presidente de la República, el 26 de enero de 1975, expresara en Santiago de los Caballeros, lo siguiente: “Todos los dominicanos (y diríamos nosotros que todos los ocoeños) deberían venir, cada cierto número de años, a tocar con sus manos estas piedras y a responder en silencio a las preguntas que el Padre nos formule desde la mudez del bronce. Así sabríamos si hemos sido fieles al sembrador, si hemos o no menoscabado su cosecha inmortal, y si nuestra conciencia, cuantas veces comparezcamos ante él, no tiene nada que reprocharnos por habernos mostrado indignos de aquel varón excelso o por haber manchado o disminuido su herencia inmarcesible”.
Esta importante obra, que sustituye el busto instaurado en los años ochentas (80s) y que desde ese entonces ha convertido esa pequeña plaza del parque en el escenario ideal y de costumbre para ir a rendir honor y tributo al Padre Fundador, viene a ser, en honor a la verdad, un justo reconocimiento a la obra de un dominicano al que por más actos que le hagamos y por más homenajes que le tributemos, jamás ninguno será suficiente para dejar plasmado nuestro perenne agradecimiento.
Sin embargo, es preciso destacar que el mejor de los reconocimientos, el más significativo de los homenajes que podemos tributarle al insigne patricio es caminar sobre sus huellas, fortalecer las instituciones de la nación para que la fortaleza descanse en ellas y no en ninguna figura particular, adecentar el ejercicio público, transparentar las ejecuciones presupuestarias posibilitando así una verdadera rendición de cuentas; en fin, administrar con pulcritud meridiana los fondos del Estado, creando las condiciones para que nadie, absolutamente nadie pueda exhibir riquezas materiales que no pueda justificar, en atención con el artículo 146.3 de la Constitución de la República, procurando consiguientemente la instauración de un verdadero régimen de consecuencias en el que cada cual responda por sus actos.
Ante esa imponente estatua, debemos ir con relativa frecuencia los ocoeños y allí entrar “en contacto” no sólo con el apóstol, sino con el “repúblico y oráculo supremo de la patria en los días en que ésta empezó a forjarse”. Frente a su estatua, reflexionemos sobre su estatura histórica, sin quedarnos sólo en la contemplación de su dimensión histórica, la que a diario crece en veneración y en su condición apostólica, sino procurando detener el deterioro de las instituciones morales legadas por él, procurando acercarnos más a su figura.
Se hace necesario que como buenos dominicanos luchemos a diario como lo hizo él y sus compañeros para que las instituciones del país se fortalezcan y en consecuencia “el país que le sirve de pedestal crezca a su vez para que su estatura se agigante en la sucesión de los tiempos” y su obra inmarcesible cobre todo su brillo, emergiendo como lo que sin duda es y será, una de las figuras más emblemáticas con las que cuenta no sólo la República Dominicana, sino toda América.
Allí deberíamos acudir como buenos dominicanos a rendir culto al héroe inmortal de nuestra epopeya independentista, pero acudir siempre, no tal vez “en peregrinación nacional, en otoño que es la estación de la madurez y de la hermosura”, como sugirió Martí, pero sí al menos conscientes de que el mejor homenaje que podemos tributarle al insigne patricio consiste en caminar sobre sus huellas y en “hacernos dignos de su obra y merecedores de su apostolado”.
Por eso creemos firmemente que hace falta mucho más que una estatua, que es menester educarnos para ser ciudadanos que nos acerquemos más a su obra, pues ciertamente tenía razón el autor de “La Isla Al Revés” cuando señaló que “hemos vivido, en realidad, de espalda al ideario del Padre de la Patria y a todo lo que él representa en nuestra historia como paradigma de honestidad y como modelo de pureza”.
Hace falta que en una especie de mea culpa -sobre todo por parte de quienes manejan y han manejado fondos públicos sin la debida pulcritud y sin hacer la correspondiente rendición de cuentas-, nos coloquemos frente a su efigie y relancemos nuestras actuaciones de cara a su legado, de cara a su impronta, pues en la medida en que hagamos esto de manera sincera, es posible que empiecen a sernos perdonadas las “infidelidades que hemos cometido contra la obra y la figura del Padre de la Patria”.
Sinceramente, albergo la esperanza de que no tengamos que ir a la estatua del “dominicano de gloria más pura” a dejar allí nuestras penas y culpas, como se hace ante la cruz de Cristo, sino más bien a rendir cuentas de nuestras actuaciones y que podamos decirle, con nuestras conciencias tranquilas… Maestro, tu ejemplo nos guía y nos guiará siempre como dominicanos.
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