YO, DOCTOR FELIX JUAN GONZALEZ PUJOLS, soy hijo de José del Carmen González Tejeda y Ana Lucía Pujols Tejeda. Nací en la provincia de San José de Ocoa el 24 de junio de 1938.
Hay cosas que no se ven. En San José de Ocoa, por ejemplo, hay un tesoro perdido.
No vayan a pensar los lectores que se trata de dinero, de un precioso metal, o de una estrella de primera magnitud de esas que brillan perennemente en el inmenso mundo de las estrellas y las artes.
Se trata simple y llanamente de un hombre sencillo humilde y generoso. De una de esas personas, cuya mente aún no ha sido contaminada por el germen virulento de la corrupción y su límpida conciencia aún permanece impermeable a las provocaciones que produce el poder infinito del dinero que, cual lava incandescente de un volcán en erupción, va sepultando arrolladoramente lo mejor del sentimiento humano en una degradante transformación social que reduce los valores morales y espirituales a su más simple expresión.
Hemos de admitir, sin embargo, que ese mismo dinero que ha visto tantas veces arrodillarse ante sí a personas ilustres, atraídas por su poder embriagante y seductor, es para la vida del hombre como la sangre que circula por sus venas, como el oxígeno que del aire respiramos, como el combustible que enciende en nuestro espíritu la llama del entusiasmo. En definitiva, como un legado conferido por Dios al hombre y que lo anima a mantener vivo el deseo de superación en todas las manifestaciones de la vida.
Es un camino a través del cual transitamos unidos para ir en la búsqueda de objetivos comunes. Es una necesidad. Es un derecho. Un derecho natural que le asiste al hombre para ganarse la vida de forma digna y decorosa.
Su adquisición y tenencia de ninguna manera implica una alteración de la conducta moral del individuo, siempre y cuando este objetivo se logre por medios lícitos y adecuados, libres de toda actitud maliciosa encamada a ocupar posiciones privilegiadas en la sociedad, o acumular fortunas, para arremeter, como un efecto se arremete, contra aquellos, que por circunstancia de la vida, carecen de la capacidad de defenderse, colocándolos en una posición de desventaja frente a los demás.
Todos buscamos con ansiedad el dinero. Todos vamos constantemente tras el medio obligado de subsistencia. Son muchos los que sufren los efectos negativos de su escasez y pocos los que reciben el efecto bien hechor de su abundancia. Con él se salva una vida, se compra una conciencia y al doblar de cada esquina una dignidad se entrega. Porque él se finge el amor, y los hermanos se enfrentan y hasta la mujer más hermosa por él exhibe su cuerpo.
Aún cuando todos deseamos la riqueza material, no es esta la mejor condición para calificar la conducta de una persona. Los verdaderos valores del hombre residen en su alma y en su espíritu.
Muchos son los hombres cuyas conciencias han sido permeabilizadas por el aguijón ponzoñoso del dinero, dando paso a la avaricia, a la corrupción y el peculado.
El dinero es como una amplia avenida de dos vías, en la que una nos conduce al bien y la otra al mal. La vía que nos conduce al bien, sería aquella a través de la cual adquirimos el dinero por medios lícitos, para usarlo conforme a las reglas que nos señalan la moral y la decencia en programas del bien común, dirigidos a fomentar el desarrollo de los pueblos, de las ciencias y las artes.
La vía que nos conduce al mal, sería en cambio, aquella a través de la cual buscamos el dinero por medios ilícitos y maliciosos, para luego utilizarlo en contra de los demás, incrementando la injusticia, la inmoralidad y el crimen.
Siendo el dinero un excelente depredador de conciencias. ¿Por qué no reconocer a ese grupo de hombres de nuestro pueblo, cuyas mentes no han sido contaminadas por el germen virulento de la corrupción y sus límpidas conciencias aún permanecen impermeables a las provocaciones que produce el poder infinito del dinero? ¿Por qué no incentivar a ese grupo de hombres y mujeres, aunque sea con la mirada, que a pesar de estar constantemente rodeados de las condiciones y circunstancias favorables a los desafueros, aún permanecen firmes e inalterables ante el temible flagelo de la corrupción?
Resulta prolijo enumerar a cada una de las personas que se pierden en nuestra sociedad ante la indiferencia de los que no creen en los valores morales y espirituales. Por eso, he querido tomar como ejemplo del tesoro perdido, a una persona a la que he tenido la oportunidad de conocer mejor que los demás en la intimidad del hogar.
Creo que Marino González constituye una digna representación de este grupo de hombres y mujeres de nuestro pueblo, cuyas conciencias permanecen inmunes a las provocaciones que produce el poder infinitivo del dinero.
Para ilustrar mejor al lector sobre las virtudes que adornan a mi hermano Marino, he querido traer a colación la anécdota que narra una escena que tuve la oportunidad de presen ciar durante un incidente ocurrido a un joven, cuyo nombre no recuerdo.
Fue una tarde fresquita de mayo, recién pasadas unas horas de haber caído uno de los torrenciales aguaceros a que nos tiene acostumbrados el mes de las flores, cuando un ingenuo jovenzuelo, que solía transitar por determinadas calles de nuestro pueblo vendiendo hojaldras, dio un repentino res balón que le hizo perder el equilibrio, cayendo sumergido en una de las charcas formadas por las lluvias, en una época en que se carecía de los medios para evitar el estancamiento de agua en puntos de la ciudad. Al caer en la charca, que podía compararse con una pequeña laguna, todas las hojaldras, incluyendo el recipiente contentivo de las mismas, quedaron sumergidas en el agua que cubría al joven hasta la cintura. Un grupo de curiosos que pasaba entonces, incluyendo a Marino, se apersonó al lugar de los hechos atraídos por el lamentable incidente. Marino, que parece haber sido el más conmovido frente al caso, se acercó a él y tomándole de las manos le ayudó a salir del lugar donde se encontraba. Ya fuera de la charca, Marino, que parece que no daba su misión por cumplida, se introdujo las manos en el bolsillo, y extrajo dinero necesario para pagar lo que el joven había perdido. Le dio unas palmaditas en la espalda diciendo: ¡toma, ve y paga las hojaldras y no digas nada de lo ocurrido! El joven, que escuchó en silencio y sin referir una sola palabra, se limitó a mirarle fija mente a la cara, como si dijera: ¡gracias señor!, parece que todavía quedan personas buenas en este mundo».
¿Estaba realmente, Marino, en condiciones de desprenderse del único dinero que le acompañaba para mitigar la angustia y la desesperación de que fuera objeto el joven a la hora del incidente? Creo que más pudo la fuerza del amor, la generosidad y el desprendimiento humano que lo han caracterizado siempre, que el interés y la necesidad material que para él representaba el dinero, que al día siguiente haría falta para cubrir ciertas necesidades del hogar y de una familia en formación.
Su frío carácter parece contrastar con la simpleza de su alma. En sus relaciones con los demás suele abordar los temas directamente. Ser sincero es una de las más hermosas virtudes que ha exhibido durante su existencia, evitando las conversaciones baladíes que crean un estado de discordia entre familiares y amigos.
Ni la pobreza ni las necesidades que siempre la cortejan, ni la fuerza que ejerce el dinero sobre el hombre, creando las necesidades y el instinto de adquirirlo para satisfacer necesidades vitales de la vida, han sido capaces de permeabilizar su conciencia para dar paso al deshonor y la vileza.
Nuestro hermano Marino tuvo también que transitar, como nuestros padres por caminos oscuros y tortuosos. Sobre todo, cuando tuvo entre otras cosas, que desempeñar el cargo de «maestro de emergencia» en las llamadas escuelas de emergencia, ubicadas a veces en lugares inaccesibles adonde era preciso viajar diario o semanalmente a pie o a caballo de acuerdo a la distancia.
Desde muy temprana edad comenzó a preocuparse por los problemas familiares. Sirvió a sus hermanos de orientador y guía en los primeros años de su juventud. Pero su más hermosa participación en el destino familiar fue cuando tomó la loable determinación de llevar a un hermano suyo a la universidad al sentirse frustrado en su intento de encausarse en los estudios. Mientras muchas familias de nuestro pueblo dormían a la sombra de sus riquezas, un humilde y pobre hombre, miembro de una familia a quien el destino le había negado todo, incubaba la idea y la esperanza de algún día lograr una profesión universitaria.
No obstante, los inconvenientes que le impidieron realizar sus propósitos, su ideal permaneció dormido en su esperanza, sin que pasara de ser una simple ilusión. Tal era su interés por los estudios, que él no había perdido la esperanza de ver por lo menos a alguno de sus hermanos encausarse por la senda soñada.
Yo, que a la sazón era el único de sus hermanos que me encontraba cursando estudios secundarios, fui favorecido con la oferta de enviarme a estudiar medicina, como una forma de incentivar mi interés por los estudios.
Esto no dejaba de implicar para mí un gran reto y compromiso. Porque no solamente se ponía a prueba el interés, el entusiasmo y el deseo de superación de una persona que a la hora de la oferta sólo contaba con la buena voluntad, sino que también tenía que responder al esfuerzo y al sacrificio de mi hermano Marino, que en aras de sus hermanos, ponía en juego su seguridad personal y de su incipiente familia.
Esta decisión vino a despejar los negros nubarrones que se proyectaban en el horizonte de nuestras vidas. Una familia que en las dos primeras décadas de su existencia tuvo que realizar los más odiosos trabajos en nombre del honor y la Vergüenza para ayudar a sus padres, llevaba dentro de si el germen potencial heredado de su madre y que, al fin y al cabo habría de desarrollarse para enrumbarse por el camino del éxito.
No era más que el comienzo de una lucha. Una lucha para desembarazarnos de todas las adversidades que nos tocó vivir durante los primeros años de nuestra existencia. Una puerta se abrió en el horizonte, como si se vislumbrara por primera vez la luz de la esperanza. El fantasma del pesimismo comenzaba a despejarse de la mente de nuestros hermanos, entre los que reino siempre la idea de la unión y la ayuda mutua.
Yo que fui el primero en iniciarme en los estudios, me trace como primera meta graduarme para ayudar a los hermanos que desearan seguir mis pasos. Fue así como logramos organizarnos en una gran cadena ayudando a los que venían atrás. Un ideal y un mismo sentimiento habían aglutinado a catorce hermanos para luchar unidos contra todo lo adverso y negativo que pudiera interferir en sus anhelos de superación.
Es justo admitir que detrás de esta lucha reivindicativa que culminó con la formación de ocho profesionales a nivel universitario, de una familia de catorce hermanos, estuvo siempre la mano generosa de Marino, quien pese al esfuerzo realizado por los hermanos para lograr sus objetivos, fue la bujía inspiradora que hizo arder en cada pecho la llama del entusiasmo y que nos sirvió de motivación y aliento para seguir adelante.
Somos parte de una sociedad heterogénea. Formada por hombres y mujeres de diferentes actitudes y sentimientos. Nuestra sociedad ha sido clásicamente dividida en clase alta, clase media y clase baja, atendiendo a las condiciones económicas de cada uno. La clase alta estaría formada por los ricos, la clase media por los menos ricos y la clase baja por los extremadanamente pobres. Cada uno de esos grupos tiene características diferentes. Así vemos personas que han adquirido grandes riquezas a través de la dedicación y el trabajo digno.
Esas mismas personas, amén de poseer un elevado grado de cultura, han dado muestras de modestia y sensibilidad social. Existen en cambio otras, que no obstante su pobre intelecto, han logrado alcanzar posiciones económicas fabulosas utilizando los más indeseables métodos para adquirir dinero a costa de los pobres, tontos e indefensos que se ven en la obligación de plegarse ante los usureros y especuladores que, como vampiros, se nutren sin piedad de las necesidades de los más débiles. Son personas insensibles voraces y carentes de la más mínima delicadeza. Sin embargo, estas personas pertenecen a la clase «alta» de nuestra sociedad.
Si continuamos descendiendo en la escala social que divide al hombre en clases, hemos de llegar inevitablemente al plano que aglutina a la masa más populosa de nuestra sociedad, la clase media y la clase baja. Estos dos estratos sociales están también formados por hombres y mujeres de diferentes características y sentimientos con una actitud y comportamiento variable en el seno de nuestra sociedad.
En su paso por la vida, el hombre que se ve constantemente sometido a pruebas de depuración moral. Las mismas necesidades que implica el derecho a la supervivencia lo sitúa con frecuencia en situaciones que una decisión podría dar al traste con su honor.
Todos los días, en la lucha por la supervivencia, caminamos sobre una cuerda floja en la que es más fácil caer en la corrupción y el peculado, que salir airoso ante las provocaciones que nos asedian constantemente. De ahí, que sea tan difícil transitar incólume por la vida, sin perder la diafanidad y transparencia de nuestra conciencia.
Son muy pocas las personas que han logrado transitar sin dificultades por el camino del honor y la vergüenza. Son así mismo muy pocas las personas que han logrado arribar al ocaso de la vida, sin tener que inclinar sus cabezas, o flexionar sus rodillas ante las provocaciones que produce el poder infinito del dinero. Son pocas las personas capaces de ceder algo de lo mucho o poco que poseen. Son pocas las personas que siempre llevan a flor de labios una expresión de amor o una sonrisa sincera. Pocos son los que comparten la idea de la justicia social y la equidad entre los hombres. Son muy pocos los capaces de sacrificarse por los que sufren. Pocos son los que van llevando en sus manos un pan para aquel que lo necesite. Son muy pocos los que anteponen el amor al odio y el perdón a la venganza.
Pocos son los que reconocen los incalculables valores del alma y del espíritu.
Como son también muy pocas las personas que califican para integrar «El Tesoro Perdido». Ese grupo de hombres y mujeres de nuestro pueblo que permanecen en el anonimato, o al margen del reconocimiento público, porque no tienen dinero, pero que llevan dentro de sí, las condiciones y virtudes que más lo acercan al Señor. Se trata de personas sanas, sencillas, humildes y generosas, que el cedazo de la vida no ha podido objetar sus nombres. Y aun, cuando permanecen olvidados ante la indiferencia de aquellos que no creen en los valores morales y espirituales, siguen siendo lo mejor de nuestra sociedad.
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