En República Dominicana, el caos vehicular es el reflejo más evidente de una sociedad donde la impunidad ha echado raíces profundas. A diario, en calles y avenidas, se libra una batalla campal en la que no gana el que tiene la razón, sino el más temerario. Se legisla y se aprueban leyes, pero pocas veces se aplican, y cuando se hace, la selectividad y la corrupción diluyen su efectividad.
El desorden en el tránsito no es un problema nuevo. Durante décadas, hemos normalizado la violación de semáforos en rojo, el irrespeto a los peatones, el uso indebido de vías y el abuso de conductores del transporte público, quienes se sienten dueños y señores de las calles. Esto, sumado a la ausencia de un régimen de consecuencias efectivo, ha convertido la movilidad en una ruleta rusa donde cualquiera puede ser víctima de un accidente fatal.
La Ley 63-17 de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial se vendió como la gran solución a este problema. Sin embargo, su aplicación ha sido deficiente y errática. No es raro ver a motoristas sin cascos, vehículos sin luces ni matrículas, agentes de la Digesett que solo parecen activos cuando se trata de multar al ciudadano común, mientras a los “intocables” se les deja hacer lo que quieran.
La falta de educación vial es otro factor determinante. Desde la infancia, los ciudadanos deberían recibir formación en civismo y respeto a las normas de tránsito, pero el sistema educativo ha fallado en inculcar esos valores. Mientras tanto, las autoridades prefieren mirar hacia otro lado o, en el mejor de los casos, implementar medidas cosméticas que no atacan el problema de raíz.
En una sociedad donde se violan las leyes sin temor a consecuencias, el mensaje que se envía es claro: el que puede, se sale con la suya. ¿Hasta cuándo seguiremos así? ¿Cuántas vidas más deben perderse antes de que se entienda que el imperio de la ley no es opcional? El país necesita una transformación profunda en la cultura del respeto a las normas, y esto solo será posible con un liderazgo decidido, una justicia que funcione y ciudadanos comprometidos con el cambio. De lo contrario, seguiremos atrapados en esta selva de cemento donde reina el más fuerte, y no la ley.
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