Por Ing. Juan Tejeda, Yonny.
Estar en el poder es, sin duda, una de las posiciones más deseadas y temidas al mismo tiempo. Quien alcanza la cima del liderazgo, ya sea político, institucional o social, no solo recibe el aplauso del momento, sino también la mirada constante de la historia. Y es precisamente en esa cima donde muchos olvidan que el poder no es un trofeo eterno, sino un encargo frágil que depende de la confianza, la empatía y el buen juicio.
Resulta lamentable, casi trágico, observar cómo algunas figuras, que un día fueron símbolo de esperanza o renovación, caen en el desgaste del ego, en el aislamiento del privilegio o en la negligencia de sus deberes. El poder mal manejado no solo afecta al líder: deja cicatrices profundas en la sociedad. Las decisiones tomadas desde el orgullo, la improvisación o el interés personal terminan por romper el vínculo entre gobernante y gobernados.
La derrota, cuando llega, rara vez es por sorpresa. Suele ser la consecuencia lógica de meses o años de advertencias ignoradas, de voces aplacadas, de realidades disfrazadas. Y entonces, el aplauso se convierte en reclamo, la confianza en decepción, y la figura del líder en símbolo de lo que no se debe repetir jamás.
Caer desde el poder por mala gestión no es solo perder un cargo. Es perder la oportunidad de transformar, de dejar huella, de hacer historia con dignidad. Y esa es quizás la derrota más amarga: la que no se impone desde fuera, sino la que se fabrica desde dentro.
Es tiempo de recordar que el poder debe ser entendido como un servicio, no como un privilegio. Que quien lo ejerce debe escuchar más de lo que habla, actuar más de lo que promete y corregir más de lo que justifica. Solo así la historia será aliada, y no juez implacable.
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