Por Leonel Fernández
Al arribar a su cuadragésimo cuarto aniversario, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) se encuentra en el sitial privilegiado de ser, hasta ahora, la organización política más exitosa en la historia de la República Dominicana.
Nunca antes, en democracia, ninguna institución política había logrado obtener cuatro triunfos electorales presidenciales consecutivos.
Tampoco había acompañado esos triunfos presidenciales de tres victorias continuas en el ámbito congresional y municipal.
En la historia nacional, simplemente, ningún partido había cosechado ocho victorias electorales, entre presidenciales y a otros puestos electivos, por encima del 50 por ciento de los votos.
Eso no lo lograron ni el Partido Rojo ni el Partido Azul en el siglo XIX. Ni los jimenistas u horacistas a principios del siglo XX. Tampoco la Unión Cívica Nacional, el Partido Reformista Social Cristiano, o el Partido Revolucionario Dominicano luego de la desaparición de la satrapía trujillista, en los más de 50 años de proceso de democratización que ha vivido nuestro país.
Ese firme y consistente respaldo electoral sólo lo ha conquistado en sus 44 años de trajinar político, la estructura creada por el profesor Juan Bosch: el Partido de la Liberación Dominicana.
Por supuesto, esa impresionante maquinaria electoral de la que dispone el partido morado se ha debido, fundamentalmente, al hecho de que las gestiones de gobierno que le ha correspondido encabezar, desde la actual, liderada por el presidente Danilo Medina, como las previas, han contribuido a un aceleramiento del proceso de progreso, modernización y transformación social que ha experimentado la República Dominicana durante los últimos 20 años.
Al ser así, el electorado le ha premiado con creces en cada certamen electoral.
No siempre fue así
Sin embargo, no siempre fue de esa manera. Al constituirse, en 1973, el partido de la estrella amarilla dedicó los primeros cinco años de su existencia a una labor puramente organizativa y propagandística.
Luego, en 1978, participó por vez primera en un certamen electoral.
Los resultados no pudieron ser más ominosos. Sólo obtuvo 18,000 votos, equivalente al 1 por ciento del sufragio, con el agravante de un aislamiento político posterior.
Fue un momento lúgubre en la vida del PLD. Destacados dirigentes abandonaron sus filas. Prestigiosos analistas políticos nacionales pronosticaron su defunción.
La desmoralización cundía en las filas de la organización y el profesor Juan Bosch fue estigmatizado como un cadáver político.
Fueron los días más aciagos en la existencia de la familia peledeísta.
Sin embargo, en medio de ese desconcierto, el PLD pudo levantarse, sacudirse el polvo del camino (como diría Martí), mirar hacia el horizonte con fe, optimismo y determinación, y cambiar el rumbo de la historia.
Luego de los desoladores resultados electorales de 1978, el PLD no hizo más que crecer. Así lo demuestran los resultados de 1982, 1986 y 1990.
En cada uno de esos torneos, el partido morado crecía, prácticamente, en proporción geométrica, algo sin precedentes en la política nacional, pero que se debía, esencialmente, al liderazgo inexpugnable del profesor Juan Bosch.
No obstante, a pesar de los avances conquistados, después de cada proceso electoral, venía algún tipo de contratiempo dentro de las filas moradas. Algunos altos dirigentes abandonaban sus filas. Se formaban grupos o corrientes; y se llegó hasta a perder la fe de que en algún momento el PLD dejaría de ser la tercera fuerza política del país, detrás del PRD y del Partido Reformista, para convertirse en la primera.
Todo eso cambió para el 1990. Debido a la profunda crisis económica y social por la que atravesaba el país, se consideró, en importantes núcleos de la población, que había llegado el momento de que el PLD se instalara en el Palacio Nacional.
Estuvo cerca de lograrlo. Pero al no alcanzarse la meta, de nuevo hubo importantes deserciones que sumieron a la organización en una crisis de considerables dimensiones.
Para el 1994, la situación empeoró.
Por vez primera, desde la catástrofe de 1978, el PLD retrocedía en sus resultados electorales. Más aún, el ciclo biológico y político de su cabeza más representativa se agotaba. El futuro del PLD parecía incierto.
Pero he ahí que cuando menos se consideraba la posibilidad de que el partido fundado por Juan Bosch fuese opción de poder, ocurrió lo inesperado. Una nueva generación, levantando los ideales de su líder y maestro, aceptó el pase de antorcha y asumió, dos años después, en el 1996, la dirección de los destinos nacionales.
Los retos de la victoria
Al Partido de la Liberación Dominicana (PLD) le tomó 23 años de trabajo intenso, de perseverancia y tenacidad, de una militancia activa y entusiasta, para alcanzar la cima del poder. Sin embargo, en los últimos 21 años ha sido la fuerza dominante en el escenario político nacional; y en el año 2020, al término de la actual gestión de gobierno, habrá ejercido el mando durante 20 de los últimos 24 años. Toda una hazaña.
Todo eso plantea nuevos retos a la familia peledeísta: los retos de la victoria, que son, a veces, hasta más complejos que los infortunios de la derrota.
Con la derrota, todo se desvanece.
Con la victoria, sin embargo, surgen nuevos compromisos y responsabilidades. Al elegir a sus representantes, el pueblo cifra en ellos sus esperanzas de un mejor destino.
Esos representantes, pues, tienen el deber de estar a la altura de las expectativas del pueblo que depositó en ellos su confianza. Eso significa que su principal obligación consiste en contribuir a la satisfacción de las necesidades del pueblo.
En asumir la defensa y promoción de los intereses de la nación.
Sin embargo, en la práctica ocurren muchas desviaciones. Para algunos, el desempeño de un cargo público se convierte en una obsesión.
Se procura el nombramiento en una función pública para de esa manera cristalizar sus ansias de poder.
Para esas personas, el cargo público es lo único que les confiere autoridad. Es lo que les otorga prestigio. Es lo que les hace ser considerados y estimados por los demás. Es lo que les hace sentirse importantes. Es, en definitiva, lo que les proporciona aliento de vida.
Por supuesto, detrás del nombramiento viene la búsqueda de prebendas y privilegios; y detrás de eso, el deseo irrefrenable de seguir escalando nuevas posiciones.
Se crea una insatisfacción permanente. El cargo que se ejerce ya no interesa. Sólo sirve como trampolín para nuevas aspiraciones.
No es que la búsqueda de un cargo público sea algo ignominioso.
Por el contrario, puede ser algo muy honorable. Solo que su razón de ser no puede consistir en la satisfacción de un deseo de carácter personal, sino en la gran oportunidad que se ofrece para servir de instrumento o canalización de los intereses del pueblo.
De ser así, se rescata la mística, el sentimiento patriótico, el sentido de la historia, la visión de futuro y la reafirmación del compromiso de que se forma parte de un proyecto político cuyo objetivo esencial es alcanzar la democracia, la libertad, la prosperidad, el bienestar y la justicia social.
A todas las organizaciones políticas que han resultado victoriosas en su tránsito por la historia se les han presentado las mismas disyuntivas que en estos momentos se les presentan a la formación política que, en el marco de la democracia, mayores éxitos ha cosechado en la historia de la República Dominicana: el Partido de la Liberación Dominicana.
Para continuar acumulando nuevas victorias al servicio del pueblo dominicano, tal vez haga falta siempre apelar, dentro de las filas del partido morado, a un valor sencillo, pero fundamental para la convivencia humana: el de la prudencia.
Es posible que fuese quizás a eso a lo que de manera subliminal quiso referirse una reciente publicación de la redacción del periódico El Día, titulado, Morir de Éxito, como Ícaro.
En la mitología griega se cuenta que Dédalo fabricó alas para él y para su hijo Ícaro, enlazando plumas que unía con hilo.
Luego, las adhirió al cuerpo aplicando cera.
Dédalo advirtió a Ícaro que fuese prudente; que no volase demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera, pero tampoco demasiado bajo porque las olas del mar mojarían las alas y no podría volar.
Luego de aprender a dominar el aire, Ícaro se sintió tan confiado que de manera imprudente empezó a subir de altura. Quiso ascender al sol, pero en su afán subió tanto que se derritió la cera y cayó al mar, donde murió ahogado para desconsuelo de su padre Dédalo.
La lección es simple: Evitar morir de éxito.
Que así sea.
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