Por: Haffe Serulle
Una sorpresiva llamada telefónica del padre Luis Quinn, viejo amigo del alma, me provoca un sobresalto. Agarro con alegría el auricular porque voy a escuchar su voz, que está siempre viva en mis recuerdos, como si él fuera un dios, o mejor, uno de esos viejos dioses que quisieron parir lluvia en los desiertos para convertir la tierra en jardín de todos.
Con su acento preñado de signos elocuentes me saluda. Y yo, entusiasmado, le digo:
—Hola, Luis, ¿cómo están tus dolores?
Él, con su risa de noble aventurero, responde simplemente:
—Mejorando, mejorando…
—¿Y por dónde anda el fresco de la loma? -le pregunto.
—Soltó los zancos cuando llegó a las tejas de las casas -dice el padre, y ríe a carcajadas.
En fracciones de segundos, repasamos las últimas tragedias del hombre. Entonces surgieron, como respuesta al dolor que corre por la tierra, proyectos de arte en San José de Ocoa, hermosa localidad donde está su parroquia. Dicen que de noche allá salen dioses a visitar las casas de los pobres. Son dioses humildes como ellos. Claro, es difícil imaginar a un dios desamparado, hambriento y mal vestido.
—¿Es verdad que en Ocoa hay dioses pobres?, -le pregunté una noche al padre Luis.
Y él se sonrió, no sé si de pena o para hacerme sentir feliz.
Alguien me dijo una vez que en Ocoa es posible trabajar con entera libertad, no tanto por el frescor de las lomas que circundan sus calles, sino por la alegría de sus habitantes, que viven contagiados de la entereza de Luis.
He amanecido con Luis en la cabeza cual ente que sacude mis entrañas. Quiero
llamarlo a su casa parroquial de San José de Ocoa, donde una vez pinté murales y organicé jornadas culturales con los jóvenes del pueblo, y hasta filmé un documental, con la colaboración de mi amigo Pericles Mejía, actor y cineasta, que titulamos “500 años después”, donde aparece Luis con sus insuperables dotes histriónicas.
Qué pena que no conservemos nada de esos trabajos (yo guardo, por supuesto, algunos de los bocetos que dieron origen a los temas pictóricos), no por el posible valor cultural que pudieron tener en su momento, sino porque dan testimonio de mi paso por este pueblo hermoso y diáfano, y prueban mi vínculo con las manos de los jóvenes que quedaron plasmadas en aquellos murales, que cual grito iracundo se exhibieron por mucho tiempo en el frontispicio del templo, y más tarde-muerto Luis- quemados por mandato de un miserable vestido de cura.
Pero de esto posiblemente no se acuerde nadie.
Eso sí, los resultados de aquellos días gloriosos están vivos en mí. Y cuánto quisiera yo que algún joven ocoeño recuerde mi presencia en esta comunidad tan abierta a la alegría.
Pero no: en esta isla del Caribe todo se olvida. Pienso que es culpa del sol, que de tanta presencia nos calcina hasta los recuerdos.
Hablo de Luis porque con él pienso en los dioses que una vez se enfrentaron con coraje a los rayos inclementes que intentaron borrar nuestro pasado; es cierto que lograron sepultar una gran parte de nuestros sueños y, claro, de nuestras danzas y cantos verdaderos.
Hablo de él, de Luis, de Quinn, porque aunque nació siglos después de nuestros dioses y ritos —nació en Inglaterra, Reino Unido, y de niño se fue a vivir a Toronto, Cánada) se ha convertido en propiedad de todos nosotros.
Tras su muerte, Luis se multiplicó y se volvió raíz, árbol, agua, arroyo permanente en los meandros de los rayos solares.
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