Por Luis F. Subero.
Una de las cosas que más disfrutaba en mi niñez y adolescencia era el cine. Naturalmente en Ocoa sólo existía uno y a él acudía todo el mundo ya que la exhibición de un filme era una de las principales atracciones dentro de la tranquila vida pueblerina.
El cine, ubicado en la Calle La Altagracia, frente al Parque, entre las calles San José y Duarte, era en ese entonces uno de los edificios más emblemáticos, por su sólida construcción maciza formando un cuadrado con una fachada plana con una escultura en relieve de una mujer sobre una nube. En la parte frontal, justo sobre la entrada, las palabras Rhand escritas en metal. Las puertas eran una reja plegadiza que al abrirse dejaba expuesto lo que podríamos llamar un lobby, que quedaba al mismo nivel de la acera. Justo a mano izquierda estaba la caseta de la boletería. Dos escaleras en ambos extremos daban acceso al balcón de la segunda planta, pero sólo se usaba la escalera de la derecha para ingresar. Una escalinata de dos escalones, franqueada por una baranda en madera, con un espejo en la pared, daba acceso a través de dos puertas laterales a la sala principal. La diferencia entre la planta baja y el balcón era sobre todo el precio, ya que arriba era más barato y lo que tenía como asientos eran unos bancos de madera sin espaldar, muy distinto a las butacas en madera de la planta baja. Se podía decir que dependiendo de dónde te ubicaras, arriba o abajo, se definía tu nivel social. La parte de arriba era para el tigueraje. Y no porque fuera más barato, sino porque se hizo casi una costumbre que los del balcón lanzaran objetos, chiclets, salivazos, etc al ingenuo y desprevenido público ubicado en el gran patio de butacas. Varios pantalones míos fueron víctimas de chiclets por no mirar bien antes de sentarme; pero lo peor era cuando la infame goma de mascar caía en la cabellera de alguna dama o jovencita. Esos casos sólo se resolvían aplicando tijera.
Como el clima en Ocoa en esa época no era igual que ahora, no había necesidad de tener aire acondicionado, pero sí que teníamos unos abanicos enormes a cada lado de la pantalla que producían más que fresco, un ventarrón.
En esa época, el Cine era operado por el señor Elías Isa, un árabe sin Kaffiya, que solía estar siempre de pie, a la entrada del primer piso en cada función, vestido con chacabanas mangas cortas. Las películas eran anunciadas por Jorge Conrado Isa, alias el Triqui, en un minúsculo vehículo (no sé si era una mini Morris), y que se paseaba por todo el pueblo anunciando con un megáfono: “Esta Noche en la Pantalla Gigante del Cine Rhand… Charles Bronson en….” Tiempo después ese medio de publicidad fue sustituido por unos carteles que se colocaban en algunas esquinas del pueblo.
Como yo era muy pequeño para ir a las funciones nocturnas, lo que me tocaba era el matineé los domingos a las dos de la tarde. Allí mis preferidas eran las vaqueradas, aunque yo siempre simpatizaba con los pobres indios. También era un éxito de taquilla las películas de artes marciales con Bruce Lee en el papel principal. Era muy frecuente ver cómo los chiquillos salíamos del cine intentando dar patadas voladoras y cuadrándonos como lo hacían esos asiáticos que desafiaban la ley de la gravedad.
Previo al inicio de las películas, se solía poner música de los cantantes del momento: Raphael (Yo soy aquel que cada noche te persigue..), Sandro (Rosa, Rosa tan maravillosa…) y los chicos solían subir a la tarima y hacer piruetas y payasadas. Luego durante la proyección no faltaba un ocurrente que soltara algún chiste que provocaba una carcajada generalizada. Era frecuente que en la mejor parte del film, de repente la imagen desaparecía y quedaba todo a oscuras, el público empezaba de inmediato a protestar tocando palmas o pitando y golpeando las paredes. Si la interrupción se prolongaba, de inmediato encendían las luces y Elías aparecía en la puerta para ver quiénes estaban haciendo desorden. No recuerdo que haya visto una película en que no haya habido por lo menos un corte.
Una novedad que no se anunciaba por lo puritana que era la sociedad ocoeña en esos momentos, eran las películas porno, las llamadas actualmente películas para adultos, y que el común del pueblo las denominaba “de sexo”. Los chiquillos hacíamos todo lo posible por colarnos, pero don Elias Isa se mantenía firme en la puerta para no dejar colar a nadie que no hubiera pagado su entrada y mucho menos menores de edad.
Había, como no, quienes iban al cine y aprovechaban la oscuridad para robarle algún beso o una caricia atrevida a la novia. Esos solían sentarse en las últimas filas, aprovechando la sombra que proyectaba sobre ellos el balcón.
Recuerdo haber visto además obras de teatro, conciertos, festivales de la canción, que se montaron en sus instalaciones.
La llegada de los VHS, la renta de películas, las películas pirateadas, fue provocando que el cine fuera decayendo hasta que finalmente fue cerrado. Actualmente sé que el local lo ocupa un negocio de comida o de ropa, no sé exactamente, trato de no ver hacía allá cuando pasó por ahí. Me duele que el lugar que tanto hizo disfrutar a generaciones ahora sea mancillado vendiendo chucherías. Me resisto a hacer como Totó en “Cinema Paradiso” y entrar a las ruinas de su cine, sólo para revivir viejos fantasmas que se alimentan de la nostalgia.
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