En un país altamente politizado como la República Dominicana resulta un imperativo de cara a la legitimidad que los organismos encargados de investigar y perseguir los actos violatorios a la ley, principalmente desde la administración pública, se alejen los más posible del poder político, de tal manera que a la hora de encausar determinado proceso ni por asomo se piense que el elemento político partidista opera tras la sombra.
En nuestro caso no podríamos decir que ese escenario se da en nuestro país, pues la prudencia nos impide hacer tal aseveración; sin embargo, lo que sí podemos decir y decimos es que si a la hora de designar a quien va a dirigir el órgano que tiene a su cargo la política criminal del Estado, como lo es el Ministerio Público, es entendible que contra quien se abra un proceso tenga al menos la suspicacia de pensar que se podría tratar de persecución política o que aun cuando sepa que no es propiamente su caso podría argumentar en esa dirección y su argumento adquirir visos de probabilidad.
De conformidad con el artículo 7 de la Ley 133-11, orgánica del Ministerio Público, se trata del “órgano responsable de la formulación e implementación de la política del Estado contra la criminalidad, que está dirigida a prevenir, controlar, gestionar y perseguir los hechos punibles”. En ese sentido, cuando esos hechos perseguidos involucran directa o indirectamente a funcionarios públicos y sobre todo a exfuncionarios públicos, es entendible que si la designación de quien encabeza ese órgano investigador y persecutor recae en el presidente de la República, símbolo del poder político, podría dar cabida a especulaciones innecesarias y evitables.
Es que no por casualidad está consignado dentro del catálogo de principios que rigen dicho órgano el de apoliticidad, disponiéndose en el artículo 25 de la referida ley que “el Ministerio Público ejerce sus funciones sin consideraciones de índole político partidista”, y siendo concebido como tal en términos conceptuales resulta un tanto contradictorio que se establezca en el artículo 171 de la Constitución que su designación corresponde al presidente de la República, y no sólo del titular, sino que además le corresponde nombrar a la mitad de los procuradores adjuntos con que contará el titular de la Procuraduría General de la República.
Somos de criterio de que esa designación debe desaparecer de las atribuciones propias del presidente de la República, independientemente de quien sea el titular en determinado momento, de tal manera que sea un órgano colegiado “ajeno” o al menos no controlado totalmente por el poder político, sobre el que recaiga esa gran responsabilidad, lo que se traduciría en mayor legitimidad en sus actuaciones y abonaría en la configuración de otro de sus principios rectores, como es el de objetividad, tal y como lo pauta el artículo 15 de la ley de marras. Obviamente, eso no es posible hacerlo sin antes modificar el texto constitucional.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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