Es responsabilidad y diría que deber sagrado de todos los que son parte de las diversas instituciones de la vida pública o privada de un país hacer sus mejores aportes en procura de que la institución de la que se trate alcance sus propósitos; esa responsabilidad y deber se agigantan en cuanto a quienes son cabezas de esas instituciones, pues es obvio que en sus hombros descansa momentáneamente el derrotero que habrá de seguir de cara a su fortaleza y permanencia.
Es más que entendible que así sea, pues definitivamente esa institucionalidad que se requiere para la indicada fortaleza y permanencia de la institución de que se trate sólo estará garantizada en la medida en que se cree ese vínculo directo “entre personas e instituciones, entre transitoriedad y permanencia”. Es que ciertamente “una institución se crea teniendo en mente que perdurará, que sobrevivirá a sus fundadores y que en manos de las nuevas generaciones y frente a circunstancias diferentes, continuará dando cumplimiento a sus objetivos y renovando su vigencia”.
No puede ser más certera en ese sentido la conocida frase y que es atribuida al francés Jean Monnet (1888-1979), político y hombre de negocio, al expresar que “los hombres pasan, pero las instituciones quedan”, frase que completa al señalar con razón que “nada se puede hacer sin las personas, pero nada subsiste sin instituciones”; de ahí la importancia capital que reviste la institucionalidad, lo que hace a su vez más necesario que quienes estén al frente de las diversas instituciones se conduzcan en todo momento con una perspectiva institucional.
Si se tiene clara la responsabilidad asumida esa perspectiva institucional será a su vez la garantía para no ceder por simpatías coyunturales a deslucir el rol de la institución, lo que es claro puede ocurrir cuando se intenta ponerla al servicio de alguien o de alguna causa en particular, olvidando que su principal objetivo ha de ser precisamente luchar por la concreción de los propósitos que su institución está llamada a lograr.
Por eso, y es bueno tenerlo siempre presente: “cuando se habla de institucionalidad se hace referencia a una cualidad que, a lo largo de su historia, adquieren en mayor o menor grado las organizaciones o entidades constituidas en la sociedad”, y en ese sentido “se podría decir que, así como en un país es fundamental el nivel de desarrollo y la solidez de sus instituciones, en una entidad lo es el grado que alcance su institucionalidad”.
Como queda claro el vínculo indisoluble que existe o que debe existir “entre personas e instituciones, entre transitoriedad y permanencia”, igualmente debe quedar claro que “el buen funcionamiento de toda organización depende, no solo de la claridad de las normas que la rigen y los recursos con que cuenta para desarrollar su labor, sino especialmente de la preparación y el compromiso de las personas vinculadas a ella”.
Es que si quien dirige una determinada institución no está consciente de la mejor manera posible sobre el rol y los propósitos que está llamada a perseguir y alcanzar la institución que dirige, difícilmente pueda aportar a su permanencia, desarrollo y consolidación, y en cambio asestará duros golpes a la institucionalidad, lo que a su vez redundará en perjuicio de la colectividad en sentido general.
Si se carece de esa perspectiva institucional desde la dirección del tinglado organizacional de determinada entidad, es obvio que la misma lejos de jugar su papel terminará siendo víctima del “vaivén de las circunstancias”, presa de los “timonazos que de manera reactiva pudieran dar sus directivos y funcionarios”, de los que se espera y debe exigirse serenidad para que esté garantizada, y no amenazada de muerte, la institucionalidad.
En definitiva, quienes dirijan instituciones o formen parte de ellas, deben comportarse a la altura y al nivel que de ellos se espera, sin descender jamás por pasiones momentáneas a actuaciones vergonzosas y criticables desde la óptica del más “observador razonable”, habida cuenta de que “la institucionalidad es fundamental para la supervivencia del Estado”.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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