No puedo precisar la fecha pero debió ser en el verano de 1968 que José Francisco Peña Gómez visitó San José de Ocoa y ahí lo vi por primera vez.
Los dirigentes del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) habían corrido la voz entre la juventud de que un dirigente importante de esa organización política llegaría para dar orientaciones.
Aunque yo no simpatizaba por el PRD, mi madre Dolores y mi hermana Deyanira eran integrantes de ese partido y por ellas supe que era importante estar pendiente.
Poco después del mediodía había dos docenas de hombres (no recuerdo mujeres ahí) y algunos jóvenes frente al Bar Tres Rosas, propiedad de Amílcar Báez y administrado por Pururú Pimentel.
Peña llegó en un automóvil Chevrolet color gris. Cuando abrió la puerta delantera derecha vi salir a un negro largo y flaco que al poner el primer pie en la calle, por debajo del saco sobresalió el cañón de un revólver calibre .38.
Cuando se incorporó y me encontró frente a frente a él, me extendió su mano larga y la estrechó con la pequeñita mía.
Al instante le pregunté si era Peña Gómez y me dijo: “Sí, niño, soy Peña Gómez y vengo a Ocoa a motivar a la juventud a luchar por la revolución”.
En el interior del parque estaban los hombres del PRD entre los que recuerdo a mi primo Félix Nicolás Sánchez Ciprián, secretario general del PRD; Ramón Medina (Mongo), Rafael Mejía (Faen Mirta), Tony Bavinche, Porfirio Loa, el hermano de Daro, entre otros.
Al ver llegar a Peña Gómez junto a un chofer y otros dos acompañantes, todos se acercaron al carro y trataron de entrar al “Tres Rosas” con el dirigente del PRD.
Yo me quedé mirando el carro y hablando con el chofer para saber si había peleado en la Revolución de Abril, pero después de escuchar su sí y sonreír por la satisfacción de estar ante un combatiente, me encaminé al interior del bar para escuchar qué iba a decir el secretario general del PRD.
Cuando llegaba a la puerta que daba paso al interior del amplio salón de baile, el grupo, con Peña adelante, venía hacia afuera.
Sin perder tiempo, como futuro periodista le pregunté a Mongo que si Peña no iba a hablar, que si se iba, que qué pasaba.
-Pururú no nos puede aceptar aquí en bar. La Policía le dijo que él sería responsable de la masacre que pudiera pasar ahí si Peña Gómez hablaba en contra del gobierno –me explicó.
La pequeña agrupación se enfiló entonces hacia el centro del parque Libertad y en su glorieta nos concentramos todos los presentes. Aunque es un espacio muy pequeño, nos acogió a todos porque dudo mucho que hubiésemos más de 25 personas ahí.
El discurso muy corto de Peña se inició con una bravuconada: “Perredeístas (yo no lo era, solo admiraba a Caamaño, Montes Arache y Lachapelle, porque Bosch no había peleado en la guerra), nos reunimos aquí porque no pudimos hacerlo en el bar. La Policía le metió miedo al dueño. Aquí vamos a hablar y no nos vamos aunque venga la guardia, aunque venga la Marina, aunque venga la Aviación, aunque venga la Policía. Espero que todos cumplamos ese compromiso compañeros”.
Luego habló de que el PRD tenía que prepararse porque el presidente Joaquín Balaguer pensaba perpetuarse en el poder y el pueblo no soportaría vivir sin libertad y bajo el impacto de los crímenes, los encarcelamientos, las torturas y las deportaciones.
Pidió a los perredeístas presentes que ayudaran a organizar al pueblo para luchar bajo las orientaciones que daría él y el profesor Juan Bosch, quien estaba en Benidorm, frente al mar Mediterráneo, preparándose para regresar al país “y encabezar la revolución dominicana”.
Mientras Peña hablaba, Nicolás colocaba a Mongo y a Faen, que son dos hombres de casi seis pies y ambos eran billeteros, detrás del líder del PRD para protegerlo de un posible ataque en su contra.
Cuando todo terminó y Peña se iba a abordar su carro para salir rápido de esa encerrona que era Ocoa, le pregunté muy ingenuamente: ¿Cuándo van a traer las armas para hacer la revolución?
Se rió con su blanquísima dentadura al aire y sus gruesos labios y me dijo: “Eso nunca se sabe”.
Me quedé triste y decepcionado porque pensaba que un dirigente era alguien que podía orientarme para la revolución y darme un arma para pelear.
Después supe que eso no era así y que una revolución, si es verdadera, conlleva sacrificios y un arrojo que no todo el mundo está dispuesto a hacer.
Cuando lo vi por última vez, en abril de 1994 durante la campaña electoral, era un moreno robusto, con menos labios, encendido y motivando su candidatura presidencial.
Y esa fue la última vez porque cuando visitó a Germán Emilio Ornes en la dirección de El Caribe, a mediados de 1997, aunque yo era jefe de redacción de ese diario, no lo vi porque me quedé solo en la redacción hablando con Polonio Pierret, uno de sus escoltas.
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