Por: Luis Subero
Cada vez que me acuerdo del ciclón se me enferma el corazón dice una canción del Trio Matamoros. Mi primer encuentro cercano con un fenómeno de tal naturaleza se remonta al año 1979. Era Ocoa entonces un pequeño y apacible pueblo donde la vida transcurría sin los sobresaltos y urgencias cotidianas de las grandes ciudades.
En esa época los únicos medios para estar enterados de la proximidad de un huracán eran la televisión, radio o periódicos, esto últimos solían traer un mapa de la cuenca del caribe con sus líneas horizontales y verticales correspondientes a latitud y longitud, de forma que las personas pudieran seguir el curso del fenómeno conforme a las coordenadas indicadas en los boletines que emitía la Oficina de Meteorología.
Agosto del 1979 trajo la noticia de un poderoso huracán que se abría camino en el Caribe sembrando destrucción a su paso.
Ese mes aprendí que a los ciclones se les ponía nombres y éste se llamaba David. Los comentarios que oía, principalmente de los más adultos, era de que el pueblo nunca se había visto afectado por un huracán debido a que las altas montañas que lo abrazan lo protegían de ese tipo de fenómenos. Mi abuela contaba la anécdota de que cuando el ciclón San Zenón destruyó la ciudad de Santo Domingo en el año 1930, los muchachos en Ocoa se bañaban en la lluvia.
No obstante, los informativos radiales mantenían un constante seguimiento a la trayectoria del ciclón. Mi madre iba y venía constantemente de la casa de sus vecinos Wilfredo Read y su esposa Marianela y de allá venía con noticias de último minuto que compartía en la terraza de la casa de Machi, mi abuela. Fellé Sajiun, con su voluminosa personalidad, se pasaba el día sentado en la galería de su casa oyendo en su radio International las noticias del extranjero que ofrecían datos alarmantes. Yo estaba ansioso de que llegara el ciclón, ignorante como era en ese entonces, del peligro que nos amenazaba.
Dos días antes de su previsto paso por territorio dominicano todo lucía en calma y sereno. El día anterior empezó con una ligera brisa en la mañana pero todavía nada de lluvia. Por precaución, mis padres decidieron que mi abuela y yo durmiéramos esa noche en su casa, que era una robusta vivienda de dos niveles construida en blocks de cemento; la casa de mi abuela, por el contrario, era una casona de madera de cedro construida en 1920 y techada de zinc. Al llegar la noche mi padre, que era genial haciendo este tipo de arreglos, aseguró las ventanas y las puertas con lo que halló a mano: un destornillador, cucharones, cuchillos, mano de pilón, etc. Al ver esto, mi abuela fue a su habitación y rezó a todos los Santos que tenía en una especie de altar dentro de su dormitorio y les encomendó que protegieran su casa para que no le sucediera nada.
Al día siguiente desperté bien temprano y me asomé al balcón, todo seguía en calma, excepto porque la brisa ahora era más fuerte por momentos y una ligera llovizna había empezado a caer. A eso de las once de la mañana, mi abuela, mi hermano Yasser que para entonces tenía unos cinco años, y yo, vimos desde una ventana como una mata de almendras en el patio de nuestro vecino Midiam Calderon, caía abatida por los vientos. Aquel árbol cayendo en cámara lenta es una imagen que nunca se me ha olvidado. Aquel fue el inicio de un largo día.
Mi padre entendió que si nos refugiábamos en el primer piso, donde operaba la panadería de su propiedad, estaríamos más seguro. Mientras los vientos arreciaban, el intenso olor a pan recién horneado invadia aquel espacio. En la seguridad de que Ocoa era inmune a los ciclones, mi padre no había tomado la precaución de no trabajar ese día, por lo que los panaderos continuaron haciendo pan mientras el ciclón nos azotaba con toda su furia. Mientras la destrucción se hacía patente en el exterior, en el interior de nuestro refugio el olor a pan recién hecho inundaba el lugar y nos invitaba a comerlo con una tajada de aguacate o con una taza de café recién colado. Gracias a eso pudo el pueblo al día siguiente, en medio del estupor por la desolación, disfrutar de un pedazo de buen pan.
Mi padre iba y venía asomándose por las ventanas y movilizando la mecedora en que había sentado a mi abuela, para ubicarla siempre en sentido contrario a donde combatía el viento; mi madre, por su parte, estaba con los oídos pegados a un radio a baterías escuchando los boletines y mi hermano menor se acostó en un rincón y de allí no se paró en toda la tarde.
El aullido del viento era cada vez mayor y el ruido de las hojas de zinc desprendiéndose de los tejados de las casas, la madera crujiendo, unido a la oscuridad que se hizo presente hizo que el tiempo se detuviera o por lo menos así nos pareció, nunca unas cuantas horas duraron tanto!! Y aunque nos sentíamos seguros dentro de las gruesas paredes de la panadería, como seguramente se sentían Noé, su familia y su zoológico, no podíamos dejar de sentirnos asustados ante lo que escuchábamos, porque no podíamos ver nada. Recuerdo que nos dijeron que no nos podíamos acercar a puertas ni ventanas por temor a que el viento las abriera y una plancha de zinc entrara volando y nos cortara la cabeza (sí, así mismo).
La lluvia se estrellaba contra las ventanas con furia, como si alguien estuviera lanzándola con una cubeta; el viento ululaba, a intérvalos su intensidad subía y bajaba; los árboles se batían de un lado a otro ofreciendo inútil resistencia en contra de los enconados vientos de David; el crujir de las madera al partirse los troncos y su caída amortiguada por las ramas y las hojas; los letreros de los establecimientos comerciales arrancados de cuajo y lanzados a las calles, el agua desbordaba los contenes y cubría las aceras, los tanques de basura rodando de un lado a otro; lodo y piedra montaña abajo cerrando el paso de los caminos, el río Ocoa bajando desde lo alto de la cordillera convertido en un brazo de mar color café con leche arrastrando grandes piedras, restos de casa y animales ahogados, truenos y relámpagos iluminaban la oscuridad y rasgaban el grueso velo de lluvia que había descendido sobre el pueblo.
Al finalizar la tarde, las ráfagas amainaron y pudimos, luego de sacar toda el agua que se había metido en la planta superior, subir a dormir aquella noche. Al día siguiente me levanté bien temprano para ver una escena similar a la que debe dejar un bombardeo en una ciudad. Todo el esfuerzo, años y años de labor individual y colectivo destrozado en cuestión de unas horas. En todo el pueblo se escuchaba el sonido de los martillos clavando los techos de zinc, las personas entre incrédulas y desesperadas, buscaban, entre los escombros de las calles, algunas de sus pertenencias.
No quedaba un poste del alumbrado en pie; el tramo de la calle Duarte que iba de la calle Colón a la bomba de Salvador Sajiun, convertida en una especie de represa al quedar la alcantarilla subterránea incapaz de tragar toda el agua que corría por la cañada, había desaparecido arrastrada por las aguas; el parque lucía con muchos árboles en el suelo y los que lograron permanecer en pie estaban desnudos de hojas; en Rancho Francisco el río inundó las piscinas y las llenó de arena; rocas y lodo habían cortado el paso en la carretera, daños considerables en las factorías de Don Yamil y de William Tejeda, muchas casas se habían desplomado por completo; otras estaban destechadas, incluidas las de nuestros vecinos doña Zayda Read, su hermano William y la casa de don Rafael, su padre; un almacén que tenía Don Quico el esposo de doña Zayda y que era una casa de madera, en la calle Duarte, frente a la casa que durante años vivieron Salvador Sajiun y Josefina Subero, fue destruido; daños menores ocurrieron en las casas de Don William Tejeda, Dario Read y Patria Rojas. Increíblemente la casa de mi abuela no sufrió ningún daño, lo que ella atribuyó a que sus Santos escucharon su ruego y la protegieron.
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