José Manuel Arias M.
Si de algo estoy absolutamente convencido es de que una sociedad no se puede desarrollar ni hacerse fuerte en tanto no sean fuertes sus instituciones y en tanto los ciudadanos no asuman su rol, cumpliendo con sus deberes y exigiendo sus derechos, pues rindiendo reverencia a ciegas a quienes dirigen la cosa pública, a quienes desempeñan determinada función, renunciando a su legítimo derecho de exigir cuentas claras, no es posible lograr un estadio de desarrollo social.
Esto así porque conforme lo consagra nuestra Carta Magna en su artículo 2, al referirse a la soberanía popular: “La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, de quien emanan todos los poderes, los cuales ejerce por medio de sus representantes o en forma directa, en los términos que establecen esta Constitución y las leyes”.
En consecuencia, esa representación del pueblo es la que está no sólo en el deber, sino en la obligación de ajustar sus actuaciones al orden consagrado y si en el ejercicio del poder que le ha sido delegado se aparta del mismo, está el verdadero soberano, que lo es el pueblo, en pleno derecho de exigir el cumplimiento de sus obligaciones.
Ahora bien, aunque nos duela admitirlo, lo que hemos venido observando en la sociedad dominicana, con sus honrosas excepciones, claro está, es que lejos de exigir sus derechos, muchos terminan endiosando a sus representantes, pensando equivocadamente que por el hecho de tratarse de ellos hay que aplaudirles todo, perdonarles cualquier desliz cometido y no exigirles nada.
Pero lo que es peor aún, renunciando al derecho de exigir cuentas claras, en lo que podemos llamar una lógica invertida arremeten también en contra del ciudadano que en el ejercicio correcto de su derecho las exige, y bajo esos criterios es obvio que no podemos aspirar a que la sociedad se desarrolle, sino todo lo contrario, mandando con esto una pobre señal al verdadero soberano que como se indica lo es el pueblo, y extendiendo a su vez una especie de patente de corso al representante, dejándole el camino libre para que haga lo que entienda, cuando de lo que se trata es de que precisamente, en tanto es nuestro representante, ajuste sus actuaciones “en los términos que establecen” la Constitución y las leyes.
Pero para que esos representantes ciñan sus actuaciones al marco jurídico existente, en el que sus actuaciones estén permeadas por la ética, la moral, la transparencia y la rendición de cuentas, se requiere de ciudadanos no sólo conscientes de su rol, sino capaces de exigirlo en cualquier terreno, con independencia absoluta, óigase bien, con independencia absoluta de quién o de quiénes se trate, puesto que mientras más altas sean las funciones asignadas, los poderes otorgados, mayor será la responsabilidad de cara al pueblo.
Ahora bien, si ese pueblo no sólo cierra sus ojos ante el incumplimiento de las responsabilidades de “sus representantes”, sino que además apoya la inconducta y defiende, ya sea por ventajas personales, por cobardía o por cualquiera otra “razón”, llegando incluso a denigrar y desmeritar al que sí ejerce su rol, termina siendo cómplice y bajo esos parámetros es obvio que no puede ese “pueblo” pensar si quiera en que tendrá una sociedad desarrollada.
Bajo esos predicamentos es claro que las inconductas, lejos de ser ejemplarmente castigadas, terminarán siendo vergonzosamente premiadas, ocurriendo precisamente lo opuesto respecto a las buenas acciones. Admito pues que parte de esto estriba en la falta de carácter de una gran parte de la sociedad dominicana, que lejos de exigir sus derechos, termina no sólo guardando silencio, sino justificando a quienes precisamente se los viola.
Al delegatario del poder no hay que endiosarlo ni rendirle pleitesía, más bien se le exige el fiel cumplimiento de sus responsabilidades. Si cumple con estas, aplaudámosle pues, independientemente de quién las lleve a realización, pero igualmente critiquémosle y exijámosle cuando no sea así, pues solo de esta manera estaremos en condiciones reales de ir creando las bases para vivir en una sociedad cada vez más organizada, lo que no puede depender personas en particular, sino de instituciones en general.
El autor es Juez Titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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