Harris Castillo.
Cuando era niño, correteando en los accidentados caminos de Nizao y Las Auyamas, arreando ganado y persiguiendo mariposas, todo tenía sentido. El día era día, la noche el momento estelar del universo atrapado en un círculo perfecto de montañas.
Para esos años, la vida tenía vida. Identificábamos con total acierto el origen del sonido. Por el día se escuchaba el rebuznar de mi asno en la distancia y sabía que era el mío; el bramar de los terneros reclamando la protección de su madre en el chiquero; el trinar de cada pájaro, inconfundible; el cacarear de las gallinas orgullosas de su fertilidad; podíamos, con total acierto, identificar la caída de una fruta de su árbol.
Escuchábamos a la distancia el rugir mecánico que anunciaba la vuelta de Odalix Pérez, casi único vínculo entre la vida y la sobrevivencia apacible que anidaba a solo diez y ocho años luz de la inocencia; con ese anuncio también llegaba la tarde somnolienta, empezaba a ser gris y las laderas tendían una sábana blanca compacta, majestuosa, de garzas respetuosas que regresaban al lugar que de la naturaleza eran dueñas.
Caía la noche y no había dudas del cantar de los grillos. Sobraba iluminación en las noches de luna y, en su ausencia, millones de luciérnagas corrían diligentes por doquier en nuestro auxilio. La noche tenía vida. No había espacio a la acumulación de estrés porque la noche era mágica, musical, protectora; y el correr impetuoso del Nizao, nos llegaba al oído con poder encantador, relajante, adormecedor.
Podíamos oler. La tierra mojada, el perfume de las matas de jazmín, el roció de la mañana, el sazón de las cocinas, los olores de las frutas, el aroma de la pulpa, todo olía distinto.
Veíamos. El color verde, naranja, rojo intenso de la fruta del café, el verde, amarillo y marrón del guineo que moría colgado por falta de hambre, el lila intenso de la trinitaria, el rojo vino del príncipe negro, el naranja del cun de amor.
Todos los días tenían vida. Todas las épocas traían más vida. Luego llegaba semana santa.
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