José Manuel Arias M.
Siempre hemos estado convencidos de que la instauración de un verdadero régimen de consecuencias resulta de trascendental importancia de cara a un correcto desempeño de todo aquel que ejerza determinada función, y máxime si la misma es pública, puesto que sus actuaciones terminarán impactando al pueblo en sentido general. Visto así, ese régimen de consecuencias del que hablamos emerge como una verdadera garantía del sistema democrático y del orden institucional.
Esto así porque de seguro que alguna vez hemos escuchado a determinado ciudadano plantear situaciones que entiende no están bien, pero que se quedan en simples comentarios y se hace necesario que pasen de eso a acciones concretas, pero para que esto sea una realidad es obvio que se requiere de la implementación de un verdadero régimen de consecuencias que evite en un primer momento y sancione posteriormente, toda acción indecorosa cometida por quien desempeñe determinada función.
Del mismo modo es cosa común escuchar a ciudadanos preocupados expresar que en nuestro país existen leyes pero no se cumplen, refiriéndose, muchas veces sin proponérselo y sin nombrarla, a la falta de institucionalidad para hacer operativas esas leyes. Obviamente, no se trata de desatar una “cacería de brujas”; eso jamás, pero sí que se sea riguroso en los controles y frenos que deben existir que sirvan como muro de contención a las inconductas de quienes ejerzan una función, de manera que estén conscientes de que si tuercen sus pasos de manera indecorosa terminarán pagando las consecuencias de sus actos.
Sin embargo, pese a lo antes expuesto, debemos admitir que en la República Dominicana disponemos de esos “controles”, habida cuenta de que contamos con normativas que tipifican y sancionan las actuaciones “non sancta” de quienes pudieran utilizar sus posiciones para enriquecerse de manera fraudulenta.
A guisa de ejemplo, siendo el área de la administración de justicia en la que nos desempeñamos, veamos algunos tópicos en lo que respecta a los controles que existen desde el punto de vista de la ley.
En el caso de los miembros del Poder Judicial (jueces), conglomerado al que pertenezco, el artículo 44 de la Ley 327-98, sobre Carrera Judicial, para solo señalar dos aspectos, dispone en sus numerales 4 y 5, lo siguiente: “A los jueces sujetos a la presente ley les está prohibido: 4) Exhibir, tanto en el servicio como en la vida privada, una conducta que afecte la respetabilidad y dignidad de la función judicial; 5) Solicitar, aceptar o recibir, directamente o por persona interpuesta, gratificaciones, dádivas, obsequios, comisiones o recompensas, como pago por actos inherentes a su investidura”.
En lo que respecta a los miembros del Ministerio Público (fiscales), el artículo 79 de la Ley 133-11, consagra en sus numerales 1 y 4, lo siguiente: “A cada miembro del Ministerio Público le está prohibido: 1. Solicitar, aceptar o recibir, directamente o por persona interpuesta, dinero, gratificaciones, dádivas, obsequios, comisiones o recompensas como pago o promesa de pago por actos inherentes a sus funciones; 4. Observar una conducta que pueda afectar la respetabilidad y dignidad que conlleva su calidad de miembro del Ministerio Público”.
En lo que relativo a los miembros de la Defensa Pública, la Ley 277-04 consagra en su artículo 9 lo que es la Probidad, disponiendo que: “En el ejercicio de sus funciones, los integrantes de la Oficina Nacional de la Defensa Pública observan estrictamente el principio de probidad…”.
La Constitución de la República establece de manera palmaria y categórica en su artículo 146 la proscripción de la corrupción, disponiendo que: “Se condena toda forma de corrupción en los órganos del Estado. En consecuencia: 1) Será sancionada con las penas que la ley determine, toda persona que sustraiga fondos públicos o que prevaliéndose de sus posiciones dentro de los órganos y organismos del Estado, sus dependencias o instituciones autónomas, obtenga para sí o para terceros provecho económico”.
En consecuencia, en virtud de lo antes citado, entre otras disposiciones a las que no nos referiremos por asunto de espacio, queda claro que en nuestro país están creadas las bases, al menos formales, para un verdadero ejercicio ético en las funciones públicas, puesto que quien incurra en violaciones de este tipo incurrirá en violación a la ley y como tal podría ser sometido no sólo a juicio disciplinario por ante su propia institución, pudiendo terminar con la destitución, sino además a la acción de la justicia ordinaria para que responda por su inconducta; claro está, luego de un debido proceso con las garantías que deben observarse para destruir la presunción de inocencia de la que goza toda persona.
Siendo así, para quedarnos en nuestros tres ejemplos, salta a la vista que ningún juez, fiscal o defensor público puede solicitar, aceptar o recibir, directamente o por persona interpuesta, gratificaciones, dádivas, obsequios, comisiones, recompensas o dinero, como pago o promesa de pago por actos inherentes a sus funciones. De ser el caso, para eso están los organismos de control interno de cada una de esas instituciones, para que los que tengan quejas, que puedan acompañar de pruebas, se presenten por ante los mismos en reclamo de que quien ha actuado de manera impúdica sea debidamente investigado y de ser hallado culpable pague las consecuencias de sus actos.
Del mismo modo, tal y como lo contempla la Constitución de la República en el artículo 146, numeral 3, en materia patrimonial se invierte el fardo de la prueba, correspondiendo a cada cual probar el origen de sus bienes, de manera que quede claramente establecida la forma en que los ha conseguido y esto a quien más beneficia es al dueño de tal patrimonio, que al demostrar su origen, quedará legitimado de cara no sólo a la ley, sino de cara a la sociedad.
Obviamente, pueda que esto no sea bien visto por alguien que pudiera estar en la condición de que multiplicando por diez o más el tiempo que tiene ejerciendo funciones públicas, lo mismo que multiplicando el salario devengado por diez o más, sin restarle un solo centavo y asumiendo que lo deposita íntegramente a su cuenta, y aún así no tenga forma de justificar el origen y el volumen de su fortuna.
Si alguien pudiera estar en esa situación, entonces es obvio que ese deberá responder ante la ley, pero cuando no sea el caso, nada tendrá que temer. Claro está, como se indica, debiendo demostrar el origen de su fortuna, pues no se justifica que alguien ostente riquezas que no pueda justificar. Esto aspiramos se logre alguna vez en la República Dominicana, es decir, que nos enrumbemos hacia un verdadero régimen de consecuencias.
El autor es Juez del Segundo
Tribunal de Ejecución de la
Pena del Departamento Judicial
de San Cristóbal, con sede
en el Distrito Judicial
de Peravia.
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