Por Minerva Isa
La emoción fue incontenible, era como volverlo a ver. Me sobrecogió su figura perfectamente tallada, con tan vívida expresión que parece real, como si el padre Luis Quinn hubiera vuelto a la vida y estuviera de nuevo con la gente que amó, la población ocoeña que lo reverencia con gratitud infinita.
Ante su estatua, sentí la grandeza del carismático líder religioso y comunitario que nos dio lecciones de autogestión, enseñándonos a caminar con pies propios, el legendario sacerdote de la Orden de los Scarboro que se hizo uno con nosotros y nos acompañó hasta el fin, al lado, sobre todo, de los más pobres.
Ahí está, artísticamente cincelado en cera, erguido, en atuendo clerical con el que siempre estuvo presto a librar la batalla de la fe, la misión pastoral que no disociaba de su labor social. En las manos, el micrófono que amplificaba su voz queda y profunda, con la que cavó conciencias en incesante siembra de justicia y solidaridad, de principios e ideas innovadoras durante más de cuatro décadas de prédica y laboriosidad infatigables.
La inmensidad de su obra espiritual, social y humanitaria, a la que imprimía la fuerza de su espíritu, de su voluntad inquebrantable, la aprecié en todas sus dimensiones al recorrer la Casa de los Recuerdos, museo donde las escasas pertenencias del sacerdote evocan su sencillez y humildad proverbiales.
Una galería de fotos compendia los largos años de lucha tesonera, las vivencias de un ser de mentalidad avanzada que cultivaba la conciencia social y ecológica, implorando al Dios de la armonía natural y humana que nos condujera hacia una nueva relación con la tierra, con la gente y con la vida.
Innumerables imágenes fotográficas recogen su titánica obra desde que en 1965, en plena juventud, llegara a nuestro pueblo vitalizándolo con un torrente de energía, este hombre de impresionante reciedumbre física y espiritual. Atestiguan la gestión transformadora que emprendió a través de la Junta para el Desarrollo de San José de Ocoa, que con denodado esfuerzo la prosigue.
En ese recinto poblado de recuerdos, sentí su presencia. Al salir, la seguí percibiendo, sabía que su espíritu trascendía los confines del museo. Su ser ilimitado se quedó entre nosotros, pervive en el corazón de la gente, se expande por valles y montañas, en los bosques y ríos que ayudó a conservar con la reforestación que atenuó la erosión de los suelos.
Perdura en las sierras, escenarios de duras jornadas de trabajo junto a los campesinos, diseminando viveros, acueductos, sistemas de regadío y de energía solar, Permanece en los campos donde con botas de faena, cachucha y raído jean, tomaba el pico y la pala para abrir pozos y caminos, roturaba la tierra en un tractor, construía invernaderos, escuelas, viviendas y centros artesanales.
A la par con la siembra social, mantuvo una constante labranza en la mente de los ocoeños y ocoeñas, instándonos a un cambio de mentalidad, a practicar la autogestión. Promovió la autoestima, enseñaba a defender los derechos, a valorar la integración comunitaria, la fuerza de la ayuda mutua en pos de un desarrollo integral.
Preservar el invaluable legado del inolvidable Padre Luis, una gran responsabilidad de las presentes y futuras generaciones ocoeñas, será el máximo tributo a su memoria, la forma más excelsa de expresarle nuestra infinita gratitud.
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