Fue mi maestro de Ciencias Sociales durante mis primeros años del bachillerato, un hombre de semblante sobrio y un caminar acelerado que iba por la vida dejándonos una enseñanza que, en ese momento, aún no entendíamos. Su característica barba negra, siempre bien aliñada, era uno de los aspectos más distintivos de este maestro que siempre vestía de manera formal, hasta en los escenarios más informales. De tez india y contextura delgada, su mirada era tan profunda que podía atravesar nuestros pensamientos en cualquier momento.
Lo gracioso es que Fabián nunca fue mi maestro preferido, antes bien, era uno de esos maestros que, al entrar al aula, me hacía sentir deseos de salir de ella. La culpa de este deseo no la tenía el maestro; su forma de impartir docencia era clara y precisa, pero su rectitud era de esas que solo posee una especie de educadores en peligro de extinción y yo, un revoltoso al fin, encontraba chocante esta metodología.
Corrían los finales de los 90 cuando tuve la dicha de ser un alumno más de este maestro, politólogo y luchador de los derechos sociales. No era yo el mejor de sus aprendices, pues la rebeldía de aquellos años me hacía estar más interesado en otros asuntos que en ser disciplinado por alguien que, como solíamos pensar, “no era mi padre”. Pero Fabián nunca se rindió ante aquella generación que se abría paso de cara al nuevo milenio.
Aunque Fabián Díaz Casado no fue mi maestro preferido, sin lugar a dudas dejó una gran enseñanza en mi vida, la cual repercute aún hoy día en mi conciencia y forma parte de mi propio ser. Tras un proceso de madurez que solo llega cuando reflexionamos profundamente sobre nosotros mismos, me di cuenta de que Fabián influyó más en mi formación como individuo que cualquiera de mis maestros predilectos. Con el paso de los años comprendí que su rectitud solo buscaba hacer aflorar en cada uno de sus alumnos las mejores cualidades y que era, quizás, la única manera de lidiar con una generación que necesitaba ser guiada.
Algo que nunca olvidaré, y que quizás Fabián ni siquiera recuerde, fue un consejo que me dio sentados en uno de los pasillos del Liceo Ángel Emilio Casado al regreso de unas vacaciones de Semana Santa. Mi corte de pelo no era el indicado para los reglamentos del centro de estudios y este hombre se acercó y me preguntó: “¿Por qué te recortas así sabiendo que te llamarán la atención?”. Recuerdo muy bien haberle respondido: “Estábamos de vacaciones, pensé que me crecería más el cabello antes de entrar”. Fabián, con su mirada profunda y unos ojos que cautivaban tu curiosidad, me dijo con una voz pausada pero certera: “Tú no debes ser una persona en el centro educativo y otra fuera de ella. Tu personalidad no debe depender de unas vacaciones, y tu corte de pelo va acorde a ti, no a los demás”. Ese consejo marcó mi vida hasta el día de hoy y es parte de lo que me inspira a convertirme en docente.
Así fue como este hombre, que luego tuve el placer de llamar amigo, y quien por varios años se desempeñó como catedrático en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, marcó mi futuro como estudiante y como persona, sin que ninguno de los dos nos diéramos cuenta. Es por ello que hoy quise escribir sobre Fabián Díaz Casado, mi maestro no favorito al cual quisiera parecerme algún día para intentar seguir su ejemplo desde las aulas e inspirar a las nuevas generaciones a un cambio social y personal positivo, así como él lo hizo conmigo.
Si algo pudiera añadir para terminar esta semblanza no sería más que un: gracias, Fabián.
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