Por:Felipe Ciprián
Cuando el huracán «David» impactó la Isla de Santo Domingo en la tarde del jueves 31 de agosto de 1979 con vientos de 240 kilómetros por hora, me encontraba yo en San José de Ocoa –que era la ruta del meteoro que penetró por Najayo- y pese al desastre que provocó, me sirvió de gran experiencia tanto para desarrollar habilidades físicas para luchar contra las adversidades de la naturaleza, como para conocer a gente interesante.
Tenía 22 años de edad y como paramédico del Instituto Dermatológico, me correspondía visitar a pacientes en Baní, Ocoa, con sus montañas y barrios, en un programa hermoso que buscaba principalmente erradicar la lepra, combatir enfermedades de la piel y venéreas.
Los efectos del ciclón David aislaron a Ocoa por carretera, acabaron con el sistema de electricidad por más de tres meses, arruinaron la comunicación telefónica (no había celulares) y la vida se volvió muy difícil.
Cuando varios días después pude volver a Santo Domingo y me presenté al Instituto Dermatológico ante la jefa del área, doctora Dennis Martínez, y el director, doctor Huberto Bogaert Díaz, les informé que los pacientes estaban todos vivos tanto en Baní como en Ocoa –terriblemente azotadas por «David»- pero que la mayoría había perdido casas, animales, plantaciones, ropas y enseres del hogar.
Las doctoras Martínez y Miriam Hilario (quien fue mi principal instructora en consultorio) me informaron que ya tenían un proyecto diseñado de asistencia social a los pacientes con una donación de una agencia europea y que tan pronto se pudiera pasar hacia Ocoa y sus campos, iría una comisión para unirse a mí para evaluar la situación y canalizar la ayuda.
Dos semanas después me comuniqué con los ejecutivos del Dermatológico y me fijaron la fecha en que iba la comisión, que en efecto llegaron a Ocoa. La encabezaba el padre Cipriano Cavero, jesuita, que estaba colaborando en el esfuerzo de extender ayuda en la hora del desastre.
No conocía personalmente al padre Cavero, aunque sí su participación en la frustrada invasión de Bahía de Cochinos que terminó con el fracaso de Playa Girón, Cuba, pero desde que nos vimos nos caímos bien y entablamos una gran amistad hasta su muerte, que acaeció en Manresa, pocos días después de que fuera a visitarlo, muy anciano ya, a comienzos de los ochenta.
Bajito de estatura, avanzado en edad, el padre Cavero mantenía la chispa encendida de la juventud que lo llevó a aventuras y riesgos más próximos a un hombre temerario que a un sacerdote al servicio de Dios, y una inteligencia aguda y experimentada que saltaba a la vista.
Visitamos a todos los pacientes de Baní que vivían en Nizao, Pizarrete, Catalina, Sombrero, Matanzas, Las Calderas, Las Carreras y la misma ciudad. La muy mala condición de los caminos vecinales de Ocoa impidió que la comisión en pleno visitara a todos los enfermos de la zona rural.
Con el levantamiento hecho y antes de regresar a la Capital, el padre Cavero me dijo, más o menos:
-Vamos a enviarte ayuda inmediata consistente en comida enlatada y cruda, mantas y suplementos alimenticios para que cites a los pacientes al consultorio por grupos y se la distribuya individualmente. No se la lleves tú porque no tienes logística para eso (el personal era yo solo y mi único vehículo una motocicleta todo terreno), pero los pacientes vienen discretamente y se llevan lo suyo en vehículos de transporte público.
-En dos semanas volveré con un camión para traer cinco pollonas y un pollo para cada paciente para que un mes después estén poniendo huevos, reproduciéndose y les sirva para comer huevos y carne, y si quieren vender, obtengan algo de dinero.
-En los días siguientes volveré con dos borregas y un borrego caprinos (chivas) para cada paciente, de gran tamaño y fertilidad, que iré yo mismo a comprar a Monte Cristi y traeré a Baní y Ocoa, para que críen y tengan leche y carne. Nos vemos pronto nueva vez.
Me quedé mudo ante lo que escuchaba y cuando nos despedimos porque ellos regresaban a la Capital y yo me quedaba en Ocoa, el padre y yo nos abrazamos y me dijo que estaba haciendo ese mismo trabajo con los otros paramédicos del Dermatológico, pero que se sentía seguro de que el esfuerzo que hacíamos en común, sería el más exitoso, y que luego me diría el porqué.
En pocos días llegó el primer envío de carne, granos y ensaladas enlatados, leche evaporada, así como ropa, frazadas y otros que los pacientes, principalmente en Ocoa, que era la de mayor precariedad y aislamiento, retiraron en forma ordenada y fraterna.
Después vino el padre Cavero personalmente con un camión y trajo las gallinas, mezcla del pollo gringo que conocemos muy bien en la mesa y los pica pollo, y las razas israelíes, que se veían por primera vez en Baní y Ocoa, que ponen huevos durante seis meses y también reproducen.
El mejor narrador no puede describir la alegría que expresaban los pacientes llamados eufemísticamente «060» o con la «Enfermedad de Hansen» (padecían lepra cuando se consideraba un estigma) al recibir esta ayuda y este calor humano de parte del Instituto Dermatológico y que entregaba el padre Cavero con ese amor cristiano que brotaba de un hombre intrépido y enemigo todo género de opresión e injusticia. (Continúa el próximo domingo con los demás proyectos, los resultados y las conversaciones políticas que sostuve con el padre Cavero mientras trabajamos juntos)
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