Felipe Ciprián
Una pezuña está clavando al periodismo en su pecho y amenaza la libertad de prensa. Es sutil y perversa, pero aparenta lo contrario.
Se trata del uso de un nivel de lengua soez, grosero, insultante, irrespetuoso y vocinglero, que con su vozarrón, intenta intimidar, chantajear y aparentemente acorralar a funcionarios, pero al carecer de argumentos, en lugar de ser una crítica activa, se convierte en cómplice pasiva.
Como su estilo y fin es descalificar, no puede motivar la creación de una conciencia crítica, sino –a lo sumo- un asombro y el consiguiente apartamiento del oyente o televidente, porque no todos son tan tontos como para asociarse a un repentismo panfletero que nunca va a convocar multitudes.
Comenzaron en la radio con ese nivel de lengua de los viejos cabaret de prostitutas –y prostitutos de a peso en los años sesenta- y están invadiendo la televisión con programas de «opinión» o de «panel», pero en ellos no se opina nada ni se orienta nada, solo se insulta y se rastrea la decencia elemental.
En el fondo no son periodistas, sino insultantes, por tanto privan en que son los más fervientes críticos del gobierno y sus funcionarios, y de los políticos y sus coyotes, pero al final terminan como sus mejores aliados porque neutralizan la acción militante y la crítica argumentada, cuestionadora e irrebatible.
Cuando un oyente escucha a una «tora» insultar al Presidente y al Procurador con todos los epítetos que se le antoja, lejos de motivar la movilización de los oprimidos, lo que consigue es que ellos lleguen a la conclusión de que si bien pueden ser corruptos o tolerantes de corrupción, su madre, su esposa y sus hijos nada tienen que ver con su comportamiento y nadie tiene derecho a cobrarles a ellos por los supuestos o reales actos repudiables de sus familiares.
En más de una ocasión me ha asaltado la duda: ¿Será que algún poder les paga a estos vocingleros soeces para que insulten en lugar de criticar con datos y argumentos y roben por diversión la audiencia de los críticos que tienen argumentos? ¿Será que insultan para que los chantajeen desde el Estado o de la empresa privada y en esa carrera los funcionarios no tengan que responder a la verdadera crítica y a los cuestionamientos argumentados? La libertad de prensa es la bujía de la democracia, y si aquella no sirve para debatir los problemas fundamentales de una sociedad, los ciudadanos dejarían de ser tales y se convertirían en vasallos del poder y sus aliados, revestidos de «críticos».
Los vocingleros coñeros no convencen y a lo sumo son tomados como antiestresantes, pero jamás como gente capaz de motivar una opinión pública consciente y dispuesta a reclamar derechos y a ejercer poderes populares.
¿Se creen que son Eduardo René Chibás? ¿Se creen que son Fidel Castro? Y que están en la Cuba de los cincuenta. ¡Qué va gallo, que va! Chibás hacía denuncias muy bien argumentadas y desafiaba al poder tiránico cubano a riesgo de su vida, pero en sus alocuciones por la radio siempre demostraba un altísimo nivel de cultura y respeto por la honra personal y familiar.
Fidel escribió artículos inocultablemente valientes con denuncias de profundo contenido social y político, pero el peso de sus argumentos era tan abrumador que ni los latifundistas ni las autoridades cubanas se atrevían a rebatirlos.
Pero jamás empleó un insulto personal o una palabra descompuesta para tratar de humillar a quienes eran objeto directo de sus críticas políticas y sociales. Ahí están los archivos del periódico «La Calle», donde escribió los más famosos artículos.
Quien tiene que apelar al insulto personal, a la agresión verbal de familias y a descalificativos de cualquier tipo, carece de argumentos y aunque crea que «se la está comiendo», no pasa de ser un payaso, hembra o varón. Así de intrusa es la ignorancia.
Además de la pizza, también hay otra vianda amarilla que puede hartar, pero sabe muy mal y hay mucha gente en la televisión y la radio comiéndosela, y piensan que están triunfando en el nuevo milenio. ¡Pobrecitos! ¡Pobrecitas!
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