Si es de suma importancia para una persona o familia en términos particulares tener y desarrollar un buen sentido de prioridad a la hora de sus inversiones y gastos, de importante pasa a trascendental y a vital cuando se trata de la administración pública, en tanto sus decisiones nos impactarán a todos en una u otra dirección y porque como es sabido, esos recursos de los que se disponen son aportados por los contribuyentes.
Es claro que a los particulares no podríamos más que sugerirles, pero cuando se trata del Estado a través de sus instituciones estamos no sólo en el deber, sino en la obligación de exigir que ese sentido de prioridad se ponga de manifiesto en el sentido más literal posible, pues a fin de cuentas, en el caso del gobierno, si bien es el administrador de los recursos públicos, no es así el dueño, y en consecuencia el más mínimo centavo que se vaya a utilizar debe estar lo mejor priorizado posible.
Esto así porque en un país con múltiples necesidades pendientes de satisfacer, con una deuda social acumulada a través de los años, con problemas primarios que esperan por décadas soluciones concretas y una ristra interminable de prioridades sensibles, no es posible que se caiga ni por asomo en gastos superfluos e innecesarios. Esto es lo que hemos podido apreciar a través de los años y de los diferentes períodos de gobiernos, lo que es mucho peor, pues es una debilidad del sistema en sentido general, no de un conglomerado en particular.
Todos sabemos que dentro de las necesidades están las prioridades, pues al hablar de prioridad estamos haciendo alusión a la “anterioridad de algo respecto de otra cosa, en tiempo o en orden”, y lo obvio es que como no es posible satisfacer todas las necesidades de manera conjunta, se impone el buen sentido de prioridad para ir resolviendo aquello que resulte más urgente, más importante.
Pero además, se supone que amén de que se puedan consignar en el presupuesto nacional partidas para los imprevistos, existen casos que escaparán a esas previsiones, cual es el caso de daños causados por los fenómenos atmosféricos y demás, en los cuales sí se justifica una partida adicional para hacerle frente a los mismos, lo que fuerza a lograr reajustes obligatorios, pero sólo a esos fines y debiendo existir la mayor transparencia posible y la debida rendición de cuentas.
En el caso de la República Dominicana desde el año 2012 cuenta con la cacareada Ley 1-12, que crea la Estrategia Nacional de Desarrollo, la cual se cimenta en múltiples pilares o ejes que procuran, en esencia, mejorar la calidad de vida, señalando a su vez que “se requieren en la vida nacional notables cambios”, como son “instituciones más eficientes y transparentes” como aliadas válidas “para fortalecer la democracia y para apoyar el desarrollo del aparato productivo”.
El referido proyecto, en su última fase, fue remitido por el Poder Ejecutivo el 4 de marzo de 2011 al Congreso Nacional, donde luego de las “discusiones propias” en la comisión bicameral fue aprobado el 15 de diciembre de 2011 por el Senado de la República, ocurriendo lo propio en la Cámara de Diputados el 12 de enero de 2012, siendo finalmente promulgado por el Poder Ejecutivo el 25 del mes y año citados.
Aprobada la ley consignó en sus artículos del 7 al 9 los ejes en los que descansa, cual es el caso de procurar un Estado Social Democrático de Derecho; una sociedad con igualdad de derechos y oportunidades; una economía sostenible, integradora y competitiva y una sociedad de producción y consumo ambientalmente sostenible que se adapta al cambio climático”, y claro está, cada uno de estos ejes con sus objetivos generales.
Pero del mismo modo el texto legal consignó la necesidad de “fortalecer el sistema de control interno y externo y los mecanismos de acceso a la información de la administración pública, como medio de garantizar la transparencia, la rendición de cuentas y la calidad del gasto público”, así como “elevar la calidad del gasto público, asignando prioridad a la dimensión social del desarrollo humano, entre otros mecanismos…”.
Igualmente procurando “fortalecer el sistema de planificación e inversión pública como mecanismo de priorización de la asignación del gasto público, en particular, de los proyectos de inversión, en función de las necesidades del desarrollo nacional, teniendo en cuenta una adecuada distribución territorial e incidencia en los distintos grupos poblacionales, con miras a garantizar la cohesión social y territorial”.
Todo esto deja como conclusión lógica que los recursos del pueblo deben ser administrados de la manera mejor planificada posible, evitando derroches y despilfarros, gastos superfluos e innecesarios, pues si se tiene un buen sentido de prioridad no es posible complacer caprichos y dejar sin solución necesidades reales del pueblo cuyos recursos se administran. Creemos correcto el propósito enunciado en la citada ley en el sentido de que “la improvisación y la falta de coordinación en el accionar estatal deben pasar a ser cosa del pasado”.
En esa tarea se requiere no sólo ser transparente, sino también eficiente y actuar en todo momento apegado a ese sentido de prioridad para que se haga frente primero a los males que nos afectan y dejar los lujos para cuando hayamos creado las condiciones. ¿Acaso son buenos administradores aquellos que mientras sus familias adolecen de lo elemental invierten sus ingresos en gastos superfluos e improductivos?
Así las cosas, sin ánimo de redundar, pero sí de insistir, terminamos tal y como iniciamos, reiterando, en consecuencia, que si es de suma importancia para una persona o familia en términos particulares tener y desarrollar un buen sentido de prioridad a la hora de sus inversiones y gastos, de importante pasa a trascendental y a vital cuando se trata de la administración pública.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
Comentarios...