Es claro que la categoría de impunidad ofrece un abanico de posibles lecturas y de diferentes interpretaciones, pero que en esencia su núcleo fundamental se traduce en la “situación de dejar sin castigo un delito cometido”. En ese contexto se sitúa en el terreno de la impunidad todo autor de un delito que no recibe las sanciones que su ilícito encierra, con el incentivo que esto implica para la comisión de nuevas acciones delincuenciales.
Sin embargo es preciso aclarar que no sólo se sitúa en ese escenario de impunidad aquel que no recibe la sanción que corresponde por su actuación ilícita, sino también aquel que recibe una pena menor a la que establece la norma, pues se termina burlando a la víctima. Así las cosas “la impunidad se convierte en el principal indicador del fracaso de la justicia retributiva”.
Esa situación va generando en la víctima -entendida esta en el sentido amplio del concepto- una acumulación de decepciones que conllevan consiguientemente la pérdida de credibilidad en las instituciones, lo que a su vez se traduce, inevitablemente, en la degradación del Estado de derecho, lo que se explica por la ausencia de certidumbre legal, asestando con esto un duro golpe en la esfera pública al concepto de justicia; claro está, esto también envía una señal contundente sobre la falta de consolidación de un sistema de justicia.
Esto así porque es obvio que “en los regímenes de derecho consolidados la impunidad es relativamente escasa, mientras que en las sociedades con problemas agudos de estructuración del sistema de justicia la impunidad tiende a alcanzar niveles superlativos”.
En esos ámbitos el “poder político” si está corrompido emergerá como un gran aliado en esa dirección, posibilitando con todas sus fuerzas que esos niveles de impunidad no sólo se mantengan, sino que se consoliden, habida cuenta de que son asumidos como una garantía para sí mismos, aún con la certeza de que destruyen la institucionalidad democrática de sus respectivos países.
Obviamente, se trata en este caso de una visión muy escasa y profundamente equivocada, pues se pierde de vista que “la impunidad es un acicate para la comisión de nuevos delitos”; nuevos delitos en los que nadie sabe que tan cerca le tocarán. Pierden el enfoque y olvidan que “las acciones delincuenciales que quedan sin castigo efectivo y adecuado estimulan y, con frecuencia, escalan nuevas prácticas de criminalidad”.
Es claro que así sea, pues definitivamente “el sujeto que queda impune puede con mucha probabilidad volver a cometer delitos, de manera que con la acción de un único sujeto delincuencial se puede instalar una cadena muy amplia de criminalidad” en la que todos estaríamos en peligro.
Pero tampoco debemos pecar de ilusos pensando que todo esto puede darse sin que existan las lógicas e imprescindibles complicidades, y de hecho resulta difícil refutar a quienes señalan que “muchos de los delitos no castigados encuentran su explicación en el soborno directo, por parte de los delincuentes, a las autoridades encargadas de investigarlos y castigarlos. La impunidad, en este caso, no sólo se debe a la inacción o a la incompetencia de los órganos de la justicia en la persecución de los delitos sino también a la participación directa de quienes ocupan puestos de decisión e influencia en el ámbito de la justicia”.
Del mismo modo es innegable que “los altos niveles de impunidad constituyen así una señal clara de un muy defectuoso funcionamiento del sistema de justicia, porque éste es incapaz de castigar de manera adecuada las denuncias por delitos que llegan a su dominio, porque es incapaz de generar la confianza en los ciudadanos que les anime a acercarse a éste para denunciar los delitos sufridos, o bien porque se da una combinación de las dos condiciones”.
Tal y como han reflexionado algunos, una vez que la impunidad alcanza niveles superlativos, el incentivo social para el delito queda establecido. A diferencia del carácter disuasivo que ofrecen los sistemas de justicia con baja impunidad, la alta impunidad incentiva los comportamientos delictivos. Personas que bajo otros contextos de justicia serían literalmente incapaces de cometer un delito, se hacen proclives a esa conducta en el contexto de sistemas de alta impunidad.
Ante la existencia de regímenes que posibiliten o que incluso incentiven la impunidad, los responsables de la comisión de delitos “al constatar que pueden violar la ley impunemente, encuentran aliento para seguir cometiendo esos crímenes”, por lo que estamos convencidos de que la impunidad se traduce en un incentivo para nuevos delitos.
El tema de la impunidad, que como “anomalía o irregularidad en todo régimen político y en todo ordenamiento social” se produce en menor o mayor medida, debe ser tratado cuidadosamente, en tanto constituye junto a la corrupción, la violencia y la desigualdad social peligros latentes para el desarrollo y la estabilidad democrática, generando a su vez sentimientos de “inseguridad, deteriorando la calidad de vida y la cultura de la legalidad entre la ciudadanía, así como generando desconfianza hacia las instituciones encargadas de procurar y administrar la justicia”.
Bajo este estado de cosas, grandes son los retos que se deben asumir por parte de los Estados, con la unidad molitiva entre gobiernos y ciudadanos que configuren y garanticen un sistema de consecuencias que impidan que quienes cometan acciones delictivas encuentren refugio y protección en la impunidad. Si esto no se produjera, la noción misma de justicia se irá diluyendo, poniendo en peligro la convivencia social.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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