En la sociedad de hoy día pretender imponer determinado privilegio en cualquier dirección o sobre la base de la posición que se ocupe o que se haya podido haber ocupado no es más que una pobrísima visión; claro está -y como debe ser- el Estado mismo se levanta en contra y asume el estandarte de la igualdad. Así las cosas, es evidente que en un sistema democrático no puede haber cupo para ningún trato privilegiado como tampoco discriminatorio.
No se trata aquí de una opinión o juicio de valor que pretendamos hacer al respecto, sino que es palmario el texto supremo de la nación cuando en su artículo 39 consigna como uno de los derechos fundamentales el derecho a la igualdad, categorizando en esencia que “todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, reciben la misma protección y trato de las instituciones…”.
Pero resulta que no sólo en estos términos se manifiesta nuestra Constitución, sino que va más lejos y señala a seguidas que: “la República condena todo privilegio y situación que tienda a quebrantar la igualdad de las dominicanas y los dominicanos…”.
En ese sentido, no hay ni puede haber lugar para tratos privilegiados en un sistema democrático, pues si los hubiere es obvio que constituyen una práctica contraproducente y lesiva al propio sistema y que lo único que podría lograr es su propio debilitamiento o destrucción, máxime en una sociedad cada vez más despierta -aunque tal vez no lo suficientemente todavía- que no sólo solicita, sino que exige la erradicación de todo privilegio en todas sus manifestaciones.
Pero además esa sociedad da señales cada vez más claras y contundentes de estar en condiciones de enfrentar con éxito cualquier rémora de un pasado oprobioso en el que la nefasta cultura de los intocables pudo haber imperado pero que hoy día es en extremo difícil que pueda lograrlo, para no decir imposible.
Obviamente, es claro que esos privilegios se mantienen a través de los años y que se manifiestan en la extrema concentración de la riqueza, lo que a su vez se traduce en igual extrema de la concentración del poder, lo que “pervierte las instituciones y los procesos políticos poniéndolos al servicio de las élites y no de la ciudadanía, dando lugar a desequilibrios en el ejercicio de los derechos y en la representación política dentro de los sistemas democráticos”, pero que por suerte esos esquemas están siendo desmontados al ser enfrentados vigorosamente por una sociedad cada vez más consciente y empoderada.
Pero volviendo a la inquietud original, pensar que debe existir algún privilegio a favor de alguien por el hecho de ocupar o haber ocupado determinada posición dentro del tren administrativo del Estado, por más pequeña o encumbrada que haya sido o que sea es una aberración que no tiene espacio en la sociedad de hoy día. Asumir eso sería altamente lesivo en todo el sentido de la palabra, pues sería como entregarle una patente de corso a quien administra fondos públicos para que haga lo que entienda o tenderle un puente de impunidad a quien haya podido transitar por senderos incorrectos.
Sabemos que en contraposición a eso lo correcto es que impere un verdadero régimen de consecuencias para que todo el que administre fondos públicos sepa que tiene no sólo el deber, sino y sobre todo la responsabilidad y la obligación de administrarlos con la mayor eficiencia, trasparencia y honestidad posibles.
La cultura de los intocables no tiene ni puede tener cabida en un sistema democrático funcional, que para que sea tal tiene que contar con una verdadera separación de poderes, y no pueden existir intocables porque no sólo es injusto e incorrecto, sino porque además se llevaría de bruces el texto constitucional que establece, como se indica, que todos somos iguales ante la ley y que en consecuencia todos debemos recibir la misma protección y trato de las instituciones.
La figura de los “intocables”, que inevitablemente nos lleva a rememorar la historia en la que se basaron Olivier Nakache y Eric Toledano para realizar su aclamada película “Intouchables”, en la que esa relación se da sobre la base de la discapacidad de uno y la condición social del otro, condiciones que no existen en la sociedad de hoy día, sino que cada vez toma más cuerpo el principio de igualdad, pues resulta obvio que allí donde existen privilegios no existe igualdad.
En nuestro caso pensamos más bien que mientras mayor es la función que se desempeña mayor es el grado de responsabilidad asumida y más claras tienen que ser las cuentas rendidas al verdadero soberano, que por mandato igualmente expreso de la Constitución en su artículo 2 lo es el pueblo, en quien “reside exclusivamente” la soberanía.
En consecuencia, pensar al día de hoy que pueden haber “intocables” no es más que una visión errada y liliputiense sobre la democracia misma y todo lo que ella implica, y para que esa concepción pueda hallar espacio sólo puede darse allí donde sea una quimera la separación de poderes, pero si esa separación es real no hay forma de que el poder político intente y sobre todo logre hacer prevalecer privilegios que tiendan a proteger a supuestos intocables. Nadie está o al menos no debe estar por encima de la ley.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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