En términos prácticos podemos decir que los derechos adquiridos surgen desde el momento mismo en que a favor de los posibles beneficiarios de esos derechos se puede comprobar que se ha cumplido con las condiciones o requisitos “prestablecidos para su otorgamiento bajo la ley que los regula, y la cual se reputa vigente al momento del perfeccionamiento de los mismos”.
Dicho concepto fue desarrollado en la Edad Media cuando juristas seguidores de la escuela natural lo abordaron, amparados en que “una vez que un derecho ha nacido y se ha establecido en la esfera de un sujeto, las normas posteriores que se dicten no pueden afectarlo”.
Es que, evidentemente, las reglas que se han establecido no pueden cambiarse en medio del juego ya iniciado, habida cuenta de que tal y como lo pauta la Constitución de la República en la parte in fine del artículo 110 “… en ningún caso los poderes públicos o la ley podrán afectar o alterar la seguridad jurídica derivada de situaciones establecidas conforme a una legislación anterior”; eso sólo puede hacerse frente a aquellos que cuenten exclusivamente con una expectativa de derecho, no así de cara a quienes cuenten con derechos adquiridos o que ya cumplen con algunos de los parámetros establecidos como condición para su disfrute pleno.
Nuestra Suprema Corte de Justicia mediante la Sentencia No. 2 del 13/08/2008 ha definido los derechos adquiridos y los ha diferenciado de las “simples expectativas”, dejando claro que los primeros “no pueden ser alterados por las leyes” y diríamos que mucho menos por reglamentos. “Tanto los autores como la jurisprudencia mantienen el criterio de que el concepto de derecho adquirido se refiere a los derechos subjetivos que se han incorporado a nuestro patrimonio… ya por haberse ejercido la facultad correspondiente o porque se ha realizado el hecho necesario para obtenerlo…”.
Asimismo, nuestro Tribunal Constitucional mediante su Sentencia TC/0013/12 ha dejado sentado el criterio de que “por derecho adquirido se entiende “… la conclusión jurídica surgida como consecuencia directa de la ocurrencia de aquellos supuestos e hipótesis fácticos. Comprobado el hecho, nacen los efectos jurídicos que la ley le asigna, y que son, precisamente, los derechos adquiridos. Así, estos derechos deben ser entendidos como las consecuencias jurídicas nacidas en virtud de una ley vigente al cumplimiento del hecho previsto en la misma ley”.
Esos derechos adquiridos tienen cabida y respaldo en el texto constitucional, los que a su vez quedan resguardados en el sentido de que como lo pauta el artículo 74.4: “los poderes públicos interpretan y aplican las normas relativas a los derechos fundamentales y sus garantías, en el sentido más favorable a la persona titular de los mismos y, en caso de conflicto entre derechos fundamentales, procurarán armonizar los bienes e intereses protegidos por esta Constitución”.
Ese principio de irretroactividad que consagra la Norma Suprema ha sido acatado y reivindicado por el Tribunal Constitucional cuando en su Sentencia TC/0013/12, del 10/05/2012, señaló que el mismo puede aplicarse al procesado solo cuando le sea favorable, convencido el órgano constitucional de que “el principio de irretroactividad es la máxima expresión de la seguridad jurídica, el cual cede en casos excepcionales por la aplicación retroactiva o ultrativa de disposiciones de similar estirpe más favorable para el titular del derecho”, jamás para perjudicarle, que es lo que ocurriría si se cambian las reglas de juego en medio del juego mismo.
Es tan claro el alcance de los derechos adquiridos que se parte del criterio de que aun siendo estos percibidos por una ley que pasado el tiempo deviene en obsoleta “no se perderá su titularidad, ya que, una nueva normativa no puede vulnerar derechos que ya han sido adjudicados a una persona”, pues las reglas establecidas deben ser respetadas y en caso de cambiarse sólo puede hacerse si se trata de favorecer a los titulares de esos derechos previstos originalmente; esto es, de aquellos que se encuentran en el camino de cumplir con los parámetros exigidos para su disfrute.
A guisa de ejemplo, si iniciada una carrera se establece que quien llegue primero a los 400 metros la ganará, una vez consignado esto y dentro de la competencia, no puede en el camino disponerse que ahora la ganará quien llegue a los 600 metros, pues esto implicaría una modificación a las reglas establecidas que perjudicará a quien ya ha recorrido una parte de esos metros. Si esto lo traducimos a los derechos adquiridos propiamente, operaría como que fijados los parámetros y ya con algunos de ellos en su haber, de repente se cambien los mismos en detrimento de quien ya tiene derechos adquiridos en ese sentido; es obvio que esto no puede ser.
No por casualidad sino por causalidad se ha señalado que “no se le dará efecto retroactivo a norma alguna en perjuicio de los derechos adquiridos o las situaciones jurídicas consolidadas de una persona”, pues con eso quedaría configurada de manera palmaria una violación, por tanto no puede permitirse que nuevas condiciones se impongan en detrimento de aquellos que ya cuentan con derechos adquiridos, pues definitivamente, lejos de vulnerarse o pretender desconocerlos más bien lo que se debe es reconocerlos y garantizar el disfrute de los mismos a los titulares; esto así porque “los derechos adquiridos sólo pueden diluirse en un marco normativo más favorable en su conjunto, sin que quepa su supresión…”.
Si bien es cierto que la teoría de los derechos adquiridos ha recibido críticas sobre la base de que de aplicarse en toda su extensión conduciría a una especie de “inmovilismo jurídico que iría en contra de la perfección del ordenamiento jurídico”, es mucho más cierto que no se pueden cambiar las reglas de juego alegando dicha “perfección” desconociendo los derechos adquiridos por los titulares de los mismos o incumpliendo con los acuerdos a los que se ha arribado, pues con eso sí que se pone en peligro el ordenamiento jurídico; en consecuencia, los derechos adquiridos, lo mismo que lo pactado debe prevalecer en todo momento como regla de oro para la seguridad jurídica.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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