En una de mis publicaciones recientes, incurrí en la comisión de una errata. En un texto investigativo de 6 hojas, tamaño carta, profundamente pensado y sometido a las varias revisiones que acostumbro hacer, me traicionó la razón, se me «fue la chaveta» o simplemente no pensé bien y me equivoqué en un calificativo, sobre un tema que, obligado por mis ocupaciones habituales, domino hace mucho tiempo. Así es la vida, como humanos siempre corremos el riesgo de resbalar, aun en caminos que transitamos con frecuencia.
No modificó en nada las ideas que me propuse plasmar, pero ahí estaba. Silencioso e imperceptible para casi todo el mundo, aunque no lo fue para un lector acucioso como mi amigo Nerys Soto, quien, luego de gentilmente aprobar lo escrito, me señaló el desliz.
Al percatarme de que así era, no argumenté excusas ni razones sobrenaturales. Lo admití y le di las gracias sinceras; tomé medidas correctivas y solo pensé que la próxima vez no me sucederá. Hace mucho que comprendí la importancia de admitir, sin reparos, nuestra condición humana e imperfecta.
Cuatro ojos ven más que dos y según nos vamos alejando del meridiano de la vida, aumentan las oportunidades para que se presenten lapsus mentales y hasta para meter la pata bien en lo profundo. La biología no se equivoca. Este efecto se nota cuando alguien coloca el llavero dentro de la nevera o cuando, sin haberse percatado, llega con el «tubi» al trabajo.
Ese es el valor de la corrección en privado. Una buena corrección, oportuna y de buena fe, a veces nos da la oportunidad de rectificar y cuando no es posible hacerlo, nos queda la advertencia para tener más cuidado en los detalles… la próxima vez. Para la juventud es un tesoro, si se presenta con la debida delicadeza y no como una imposición. Si el caso es este último, entonces habrá quien prefiera torcer la razón, argumentar fallas sistémicas y nunca admitir el desliz.
¡Ah! Pero debemos cuidarnos y corregir en privado, no sea que al corregir en público incurramos, no solo en la indelicadeza del maltrato disfrazado; también corremos el riesgo de cometer múltiples errores, como sucede a veces con quienes corrigen en público y para señalarte que te equivocaste, te dicen «helmano, te esquivocate». La gente se va a fijar entonces, en los notorios errores del que corrige y va a ignorar lo demás.
En cuanto al receptor de la corrección, debe aprender a comprobarla y a aceptarla con humildad, dejando de lado esa rigidez psicológica que caracteriza a todo el que pierde el sueño, al saberse descubierto en cualquier torcedura o vuelco en el camino.
Después de todo, aunque no somos hijos del error, somos familiares cercanos. Sin importar el oficio o la profesión, debe prevalecer la sabiduría de aceptar con humildad, tanto halagos como enmiendas. Quien así lo hace, vive más feliz; se mantiene aprendiendo y en un proceso de mejora continua, como si se tratase de una aplicación permanente del denominado Ciclo de Deming.
Eso sí, corrija como Nerys: de buena fe y en privado.
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