Todos los procesos judiciales deben llevarse a cabo respetando el debido proceso constitucional y legal. El debido proceso es un conjunto de garantías cuyo propósito es que los enjuiciamientos se lleven a cabo en un marco de objetividad que permitan generar confianza en las decisiones que resulten como consecuencia de dichos enjuiciamientos.
El artículo 69 de la Constitución dominicana consagra la tutela judicial efectiva que toda persona debe obtener en ejercicio de sus derechos y el debido proceso que debe ser respetado, compuesto ciertas garantías mínimas como el derecho a una justicia pronta y gratuita, el derecho a ser oída por jueces competentes e imparciales, el derecho a defenderse, el derecho a que se presuma su inocencia, entre otras, ya que las enunciadas en la Constitución no son limitativas, sino que también son garantías del debido proceso aquellas que se encuentren en las leyes o en los tratados internaciones ratificados por nuestro país. Según el numeral 10 del artículo mencionado de la Constitución, todas las normas del debido proceso deben aplicarse tanto a actuaciones judiciales como a actuaciones administrativas.
Entre las garantías del debido proceso, y las que nos importan para este escrito, están los principios de imparcialidad (art. 5 del CPP) y de separación de funciones (art. 22 del CPP), según los cuales los jueces deben actuar de forma imparcial y no pueden realizar actos de investigación y de persecución, sino que su función está limitada a lo jurisdiccional, es decir, a dictar decisiones judiciales y resoluciones administrativas que prevé la ley.
Del artículo 78 del Código Procesal Penal podemos extraer algunas circunstancias que hacen presumir que un juez no actuaría con imparcialidad en esos casos, como: ser cónyuge o pariente de alguna de las partes del proceso o de sus abogados; ser su acreedor o deudor; tener algún procedimiento judicial pendiente con alguno de los mencionados, haber intervenido en la causa con anterioridad o haber emitido opinión sobre el procedimiento, entre otras circunstancias.
En el proceso penal existe una figura jurídica que se llama lealtad procesal (art. 134 del CPP) que impone la obligación a los abogados a litigar de buena fe, sin proponer medidas dilatorias, sin temeridad y sin abusar de las facultades que la ley les confiere. De no cumplir con estas obligaciones, los jueces o tribunales pueden sancionar al abogado con multa y la imposibilidad de litigar hasta tanto se pague dicha multa.
En la práctica, cuando se aplica esta figura, lo que regularmente sucede es que los jueces o tribunales se sienten irrespetado por la forma de litigar del abogado, ya sea por los pedimentos que realiza, por los argumentos que utiliza, por la manera de referirse o por la causa que entiendan los jueces que encaja en el concepto de temeridad, pues la falta de especificidad respecto al litigio temerario eleva el nivel de discrecionalidad de los jueces al momento de decidir sobre el asunto.
Según nuestra Constitución, tal y como hemos indicado previamente, toda persona enjuiciada, ya sea en el ámbito judicial o administrativo, tiene derecho a que se le respeten las garantías del debido proceso; en ese sentido, a todo abogado que sea señalado como posible infractor de litigación temeraria, se le activan sus derechos de defensa, de presunción de inocencia, de ser oído por un juez imparcial y todas las demás garantías previstas en la Constitución y en las leyes.
En los casos donde los jueces alegan que el abogado está litigando de forma temeraria, por las razones que hemos expuesto, donde se sienten irrespetados, no deberían ser ellos mismos quienes juzguen si realmente la litigación ha sobrepasado los límites de la prudencia, ya que, no estaría juzgando de manera imparcial y, además, estarían transgrediendo el principio de separación de funciones, pues se trata de un juez o tribunal que se siente víctima del irrespeto del abogado, un juez o tribunal que acusa al abogado de esta temeridad y que, también, va a decidir sobre esa acusación; es decir, el juez o tribunal está ejerciendo todas las funciones procesales, lo que claramente contraviene la garantía de recibir un juicio justo, pues es absurdo pensar que una persona (juez) que se sienta afectado por un hecho y que acuse a una persona de haber cometido ese hecho, va a decidir que la persona acusada no es culpable de ese hecho.
La Corte Constitucional de Colombia, en su sentencia C-762/09, estableció que “El principio de imparcialidad, como parte del debido proceso disciplinario, debe ser entendido como la garantía con la cual se asegura que el funcionario que adelante la investigación, o que conozca de los recursos interpuestos contra las actuaciones adelantadas, obre efectivamente como tercero neutral, tanto ante el sujeto disciplinado como ante la causa misma y el objeto o situación fáctica que se analiza. Un tercero que además deba desarrollar sus competencias, sin prejuicios ni posturas previas que afecten su ánimo y la sana crítica para actuar y en su momento decidir”.
Está claro que en la casuística planteada el juez afectado no puede considerarse como un tercero neutral, sino que, por el contrario, es una parte interesada que busca exclusivamente la sanción del abogado por entender, subjetivamente, que éste ha litigado con temeridad. Cuando a un abogado se le imputa estar litigando con temeridad en el marco de una audiencia, yo recomiendo que este, en ejercicio de su derecho de defensa, garantía que le debe ser respetada en ese tipo de procedimientos, recuse al juez que pretende juzgarlo disciplinariamente, por estar comprometida su imparcialidad, pues está encarnando en una misma persona a tres sujetos procesales, es decir, víctima, acusador y juzgador, violando la máxima jurídica que en latín reza “Nemo iudex in causa sua” o lo que es lo mismo, “Nadie debe ser juez de su propia causa”.
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