Para nadie es un secreto que la corrupción es un mal de fondo que carcome los cimientos de las instituciones democráticas, clavando una estocada mortal en la sociedad en su conjunto, con mayor impacto en las clases más vulnerables que son los que sufren en mayor medida las consecuencias de manejos indecoros por quienes están llamados a administrar los fondos públicos, que como públicos nos pertenecen a todos.
Es evidente que las secuelas de la corrupción afectan de manera mucho más sensible a los sectores más vulnerables porque son esos sectores los que más necesitan de un manejo pulcro de la cosa pública, de tal manera que los programas sociales puedan llegar hasta ellos, y es claro que si esos fondos que pueden impactar en sus vidas de manera directa son desviados por particulares, lejos de lograr mejores condiciones de vida para quienes más requieren del auxilio del Estado se terminan profundizando aún más sus precarias condiciones materiales.
A la par con ese deterioro en las condiciones de vida de los sectores más depauperados de la sociedad se van amasando grandes fortunas que van a parar a manos de particulares, y si a eso le sumamos la impunidad como una de las principales causas de la corrupción, sin establecer las condignas consecuencias de esos actos, el panorama creado es sencillamente sombrío y desalentador, además de igualmente peligroso, pero esta vez no sólo para los que son olvidados por no contar la administración con los recursos materiales para programas de impacto, sino para todos en sentido general.
Esto así porque “en presencia de actos de este tipo, el Estado deja de proveer los servicios y asegurar la concreción real de derechos constitucionales en forma eficiente y de calidad, ya sea que se hable de educación, salud, obras públicas, justicia”, entre otras, creándose un caldo de cultivo que puede hacer explosión en cualquier momento, y de ocurrir entonces nadie está asegurado en medio de esa ola, que puede salirse de control llegando a situaciones impensables, las que hay que evitar a toda costa, y eso sólo se logra con un manejo pulcro y eficiente de los fondos públicos.
Cuando decimos que esto puede salirse de control en un momento determinado lo hacemos convencidos de que ante situaciones como estas se “genera en los ciudadanos un desapego y desconfianza hacia las instituciones democráticas, con las graves consecuencias que implica”, corriéndose el riesgo de que ante la pérdida de la confianza en sus instituciones las sociedades pueden desviarse del cauce institucional establecido.
De más está decir que “la corrupción supone un grave obstáculo para avanzar en la consolidación de los sistemas democráticos, amenaza la estabilidad política y produce una pérdida de credibilidad en el gobierno y en las instituciones públicas. Además, dificulta el pleno ejercicio y disfrute de los derechos humanos pues acentúa las desigualdades sociales al imposibilitar la disponibilidad y gestión eficiente de los recursos de los que un país dispone”, y por tanto se trata de un fenómeno que debe ser enfrentado seriamente.
Es tal el peso de las secuelas que deja la corrupción en la administración pública que en caso de que las sociedades no reaccionen en la dirección indicada, esto es, desviándose del cauce institucional establecido, lo que sería de alta peligrosidad para la convivencia social, pueden terminar, en cambio, viendo la corrupción como parte de su cultura, lo que es sencillamente catastrófico. En ambas direcciones el daño es de magnitudes colosales.
Sabido es que “en muchos países la corrupción se asume como parte de la vida diaria y del desarrollo normal de las instituciones y empresas, produciéndose una amplia tolerancia social hacia una cultura de la ilegalidad generalizada o reducida a grupos sociales que consideran que “la ley no cuenta para ellos”; creencia, que termina formando parte de la cultura de un país u organización en la que se resta importancia al fenómeno”.
También es irrefutable que la impunidad es la gran aliada de la que se auxilia la corrupción para asestar sus latigazos a la sociedad sin que existan consecuencias, y a pesar de que en su momento la falta de una legislación anticorrupción adecuada era una causa, no lo es propiamente hoy día, aunque sí siguen siendo preocupantes la falta de conciencia política y social de la necesidad de enfrentarla, aunque es igualmente alentador saber que esa conciencia social es cada vez más firme y decidida.
Lo anteriormente afirmado no implica en modo alguno que no deba revisarse y actualizarse permanentemente la legislación anticorrupción para posibilitar su adaptación ante las nuevas formas de corrupción, así como de seguir fortaleciendo los medios que posibiliten que los órganos encargados de su persecución, sanción y ejecución cuenten con las mejores herramientas para lograr frenar en seco este terrible flagelo que tanto daño hace al Estado y a sus instituciones.
En fin, varias son las causas de la corrupción que al día de hoy siguen arrastrando las sociedades, cual es el caso de la desigualdad, el funcionamiento inapropiado de las instituciones públicas, el afán de lucro desmedido, así como la carencia de valores éticos, los que resultan de vital importancia para enfrentar con éxito este terrible flagelo que afecta en mayor o menor medida a todas las sociedades del mundo, dejando profundas secuelas en la administración pública.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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