La Ley 14-91, de Servicio Civil y Carrera Administrativa, del 30 de mayo de 1991, planteaba la necesidad de que el Estado contara con una administración pública idónea y ágil como condición indispensable para la racionalización de todos los procesos y servicios. Sabido es que la referida norma quedó derogada y sustituida con la promulgación de la Ley 41-08, sobre Función Pública, lo mismo que su Reglamento de Aplicación 81-94.
Se señalaba al respecto que se hacía necesario establecer un adecuado servicio civil y carrera administrativa para erradicar toda forma de privilegios y discriminaciones, no sólo para asegurar relaciones de trabajo justas y armoniosas entre la administración y los servidores públicos, sino además para propiciar el desarrollo de la honestidad administrativa y los principios de moralidad pública en todas las instituciones del Estado.
Esos postulados consignados son recogidos en la nueva legislación, la que trae consigo una ristra de exigencias que deben ser observadas por todos los integrantes de la administración pública. En este caso nos referiremos a lo que tiene que ver con los valores que deben modelar, centrándonos en los principios rectores de su conducta, en atención con el artículo 77 de la indicada norma.
Esos principios rectores de la conducta de los servidores públicos consisten en cortesía, la cual se pone de manifiesto en el “trato amable y de respeto”; decoro, que “impone al servidor público respeto para sí y para los ciudadanos que demanden algún servicio”; discreción, disciplina, honestidad y vocación de justicia, la que “obliga a los servidores públicos a actuar con equidad y sin discriminación por razones políticas, religión, etnia, posición social y económica, o de otra índole”.
Igualmente entran en esos principios rectores la lealtad, lo que se traduce en la “manifestación permanente de fidelidad hacia el Estado, que se traduce en solidaridad con la institución”, sujetando sus actuaciones “dentro de los límites de las leyes y de la ética”; probidad, que es concebida como la “conducta humana considerada como reflejo de integridad, honradez y entereza”; pulcritud, lo cual “entraña manejo adecuado y transparente de los bienes del Estado, y por último, pero no por eso menos importante, la vocación de servicio, algo que no debe faltar nunca en un servidor público, la que encuentra su esencia y se hace presente “a través de acciones de entrega diligente a las tareas asignadas e implica disposición para dar oportuna y esmerada atención a los requerimientos y trabajos encomendados”.
Obviamente, se requiere que esos principios rectores cobren vida y aplicación práctica y no sean vistos como simples y formales enunciados, pues tal y como lo pauta la Ley 41-08 en su artículo 78: “El régimen ético y disciplinario de los servidores públicos, sin importar la naturaleza de su vínculo funcionarial, está dirigido a fomentar la eficiencia y eficacia de los servicios públicos y el sentido de pertenencia institucional, a fin de promover el cumplimiento del bien común, el interés general y preservar la moral pública”.
Esta inquietud estriba en que, en honor a la verdad -aunque no es la regla sino la excepción- existen “servidores públicos” que contrario a lo que debe ser su trato para los usuarios a quienes se deben en tanto constituyen su razón de ser, se muestran displicentes en la respuesta a los servicios solicitados para los que son nombrados, actuando bajo el concepto errado de que le están haciendo un favor, cuando precisamente es su deber y responsabilidad brindarlo. Así las cosas, se precisa dejar atrás esa visión equivocada, para que podamos pasar, real y efectivamente, de empleados públicos a verdaderos servidores públicos.
El autor es Juez Titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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