De entrada es preciso dejar establecido que ni la Ley 241-67, sobre Tránsito de Vehículos, ni la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial de la República Dominicana, vigente en estos momentos, definen propiamente lo que es un accidente de tránsito. Sólo existen enunciados de los cuales es posible deducir su definición, como acontecía con el artículo 49 de la primera de estas legislaciones, modificada por la Ley 114-99. Ambas disposiciones derogadas hoy día en atención con los numerales 5 y 11 del artículo 360 de la Ley 63-17.
Del texto del artículo de referencia -que como aclaramos no está vigente en estos momentos- podemos intentar construir una definición, en el sentido de que accidente de tránsito es todo golpe o herida causado con la conducción de un vehículo de motor como consecuencia del manejo torpe, imprudente, inadvertido, negligente o por inobservancia de las leyes y reglamentos, con la condición de que esté ausente la intención, esto es, que haya sido causado inintencionalmente.
Ese elemento de la ausencia de la intención debe ser entendido en el sentido puro de la palabra, pues siendo la intención concebida como la determinación de la voluntad hacia un fin, cuando se produce un acontecimiento determinado, en este caso un accidente de tránsito, en el que se ha actuado de manera inintencional podríamos estar hablando de un accidente propiamente, pero como se indica, siempre que no exista la intención de causar un daño con el vehículo de motor.
La palabra accidente, que tiene su origen en el término latino accidens y cuyo concepto “hace referencia a algo que sucede o surge de manera inesperada…”; asimismo, visto este como “un suceso no planeado y no deseado que provoca un daño, lesión u otra incidencia negativa sobre un objeto o sujeto” y que además “está vinculado al acontecimiento que sucede sin intención y que genera un daño a un ser vivo o a una cosa”.
Bajo estos enunciados cabe reflexionar sobre el caso de las personas que conducen vehículos de motor a exceso de velocidad, haciendo diversas piruetas de alto riesgo, como es el caso de algunos motoristas, despreciando la vida de los demás y la de ellos mismos, y preguntarnos en consecuencia: ¿podemos hablar de ausencia de intención y por ende de “accidente de tránsito” propiamente?
El señor del barrio que ve a diario a determinados motoristas pasar por el frente de su casa levantando motocicletas, realizando competencias en la vía pública, o al conductor del automóvil que entra de manera temeraria al sector, con todos los riesgos que esto implica y a los que incluso en ocasiones se les ha insistido en la necesidad de que desistan de esa práctica peligrosa, cuando se causa daño a alguien en esas condiciones, ¿podría ver sólo como un accidente de tránsito el desenlace fatal que en muchos casos ocurre?
¿En realidad está ausente la intención de quien conduce de manera irresponsable un vehículo de motor en la vía pública? ¿No es de suponerse que manejando un vehículo a exceso de velocidad o levantando una motocicleta, como se ve a diario en diversas partes del país, el desenlace podría ser fatal para quien pueda ser impactado? ¿Alguien puede pensar que colisionando con algo o alguien con un vehículo a exceso de velocidad, en inobservancia absoluta de los reglamentos y de la prudencia la cosa o persona impactada saldrá ilesa?
El hijo que ve a su adorada madre caer seriamente golpeada por un vehículo de motor conducido en estas condiciones, ¿se aferrará a la idea de que ciertamente se ha tratado de un accidente de tránsito? ¿Quedará convencido de que se trata de un accidente de tránsito el familiar que ve morir atropellado a uno de sus miembros por la irresponsabilidad de quien conduciendo un vehículo de motor le quita la vida como consecuencia de su torpeza e imprudencia?
No por casualidad la referida Ley 241-67, en su artículo 49, literal d, numeral 1, al abordar la muerte ocasionada por un accidente de tránsito, disponía en su parte in fine que “todo sin perjuicio de la aplicación de los artículos 295, 297, 298, 299, 300, 302, 303, y 304 del Código Penal, cuando fuere de lugar”, artículos que consagran, para quedarnos con el primero, lo relativo al homicidio, y el último, que consagra la sanción a imponer. Entendemos que con esto quiso el legislador de 1967 dejar claro que una cosa es un accidente de tránsito y otra es la muerte causada con el uso de un vehículo de motor.
Pero además, ¿aceptarán tranquilamente como un accidente de tránsito los que ven partir a un miembro de su familia, a un amigo o a un relacionado, cuando han visto que ha sido causado por la conducción irresponsable del vehículo de motor que le arrebató la vida, que incluso en muchos casos se desplazan sin la debida documentación, como licencia y póliza de seguro?
Pero pensemos en los daños morales, materiales y de otras naturalezas causados a personas que se dirigen de manera correcta por la vía pública y terminan involucrados en diversos procesos judiciales en los que no han tenido ninguna responsabilidad en cuanto a su comisión, y que en muchos casos terminan incluso condenados penal y civilmente sin haber tenido la más mínima responsabilidad en el “accidente”, y que aun cuando logran ser absueltos terminan sometidos a procesos judiciales que duran años en ocasiones y que los hacen incurrir en gastos, molestias, tensiones y demás, todo provocado en esos casos por la palpable irresponsabilidad de otros.
¿Acaso no conocemos de algunos conductores prudentes y cautelosos contra los cuales se ha estrellado un motorista, por ejemplo, a exceso de velocidad y que terminan “cayendo en desgracia”, teniendo que pagar un alto costo por algo en lo que no tuvo ni culpa ni responsabilidad algunas, sino que ha sido víctima del manejo temerario de un conductor desalmado?
Es por eso que ante la incidencia de las innumerables situaciones causadas con la conducción de vehículos de motor en palmaria violación a la ley y en desprecio de la vida en las que muchos encuentran la muerte o lesiones permanentes, nos seguimos preguntando si son estos en realidad… ¿accidentes de tránsito?
El autor es Juez Titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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