En un primer momento dejemos claro que cuando hablamos de una declaración jurada nos estamos refiriendo a una “manifestación escrita o verbal cuya veracidad es asegurada mediante un juramento ante una autoridad judicial o administrativa. Esto hace que el contenido de la declaración sea tomado como cierto hasta que se demuestre lo contrario”.
En el caso de la República Dominicana a través de los años se ha consignado este importante mecanismo de fiscalización y control; es el caso de la Ley 5729, del 29/12/1961 y la Ley 144, del 04/06/1971, las que fueron derogadas a su vez por la Ley 82-79, del 16 de diciembre de 1979, que obligaba a los funcionarios públicos a levantar un inventario detallado, jurado y legalizado ante notario público de los bienes que constituyen en ese momento su patrimonio, que era la legislación vigente hasta la promulgación de la Ley 311-14, promulgada el 08 de agosto de 2014, que instituye el Sistema Nacional Automatizado y Uniforme de Declaraciones Juradas de Patrimonio de los Funcionarios y Servidores Públicos.
Antes de la referida ley, preciso es resaltar que ya desde el 20 de julio de 2001 el país contaba con la Ley 120-01, que instituye el Código de Ética del Servidor Público, en la que se expresa, entre otras consideraciones, que “el Estado dominicano está comprometido ética y moralmente con la sociedad”, señalando incluso que “el Estado no sólo se presume moral por definición, sino que debe actuar moralmente” y que en consecuencia su objetivo principal consiste en “normar la conducta de los servidores públicos respecto a los principios éticos que han de regir su desempeño en la administración pública, a fin de garantizar y promover el más alto grado de honestidad y moralidad en el ejercicio de las funciones del Estado”.
Igualmente, antes de la Ley 311-14 el país contaba con la Ley 41-08, sobre Función Pública, cuerpo normativo que en su artículo 3, numeral 10 establece el concepto de gestión institucional, describiendo a ésta como el “conjunto de acciones de los órganos y entidades de la administración del Estado con el fin de garantizar su misión fundamentada en los principios de eficiencia, eficacia, transparencia, honestidad, celeridad, participación, rendición de cuentas y responsabilidad en el ejercicio de la función pública”.
Pero además, por si todo lo anterior no basta en tanto son leyes adjetivas, desde el 26 de enero de 2010 la declaración jurada de patrimonio está consignada en la Constitución de la República, la que en su artículo 146, sobre la proscripción de la corrupción, establece como una obligación la declaración jurada de bienes, señalando al respecto en su numeral 3 que: “Es obligatoria, de acuerdo con lo dispuesto por la ley, la declaración jurada de bienes de las y los funcionarios públicos, a quienes corresponde siempre probar el origen de sus bienes, antes y después de haber finalizado sus funciones o a requerimiento de autoridad competente”.
Así las cosas, cuando vemos el fundamento de la promulgación de la Ley 311-14, vigente en la actualidad, justamente estriba en que la Ley 82-79 no establecía un mecanismo eficiente para la presentación del inventario de patrimonio y que por tanto dificultaba la detección de casos de enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos, así como que tampoco dicha legislación contemplaba sanciones para los casos en que el funcionario falseara información.
Siendo ese el fundamento, es obvio que quedaran subsanadas esas lagunas, y de hecho la nueva legislación tipifica como delito el falseamiento de datos, disponiendo en su artículo 15 que si al presentar su declaración jurada de bienes se incurre en esta conducta típica, el culpable será sancionado con prisión de uno (1) a dos (2) años y multa de veinte (20) a cuarenta (40) salarios mínimos del Gobierno Central, y en lo que tiene que ver con el enriquecimiento ilícito la sanción para los funcionarios púbicos será la pena de cuatro (4) a diez (10) años de prisión, una multa equivalente al duplo del monto del incremento, y la inhabilitación para ocupar funciones públicas por un período de diez (10) años.
Sin embargo, un aspecto importante que la actual legislación recoge de la anterior consiste en que los funcionarios públicos obligados a hacer su declaración jurada de patrimonio deberán hacerlo dentro del mes de tomar posesión, así como al cesar en sus funciones en igual plazo, siendo recogida esta exigencia del artículo 1 de la Ley 82-79 en los artículos 5 y 6 de la Ley 311-14, bajo los conceptos de declaración jurada inicial y declaración de finalización.
Ambas son importantes, pero en el caso de la declaración de finalización, concebida para los funcionarios públicos que han concluido su gestión y que es a través de la cual se podrá comparar en qué medida ha aumentado su patrimonio en relación a cómo entró a la función, sin duda que reviste singular importancia. Igualmente hay que resaltar que en la actual legislación se agrega a la declaración de bienes del patrimonio del funcionario la de su comunidad conyugal.
La Ley 311-14 señala en su artículo 2 quiénes están obligados a presentar su declaración jurada de patrimonio, iniciando con el presidente y vicepresidente de la República, y para sólo señalar algunos ejemplos más, legisladores, jueces, fiscales, ministros y viceministros, defensor del pueblo, gobernador y vicegobernador, gerente y contralor del Banco Central, miembros de la Cámara de Cuentas, miembros de la Junta Central Electoral, alcaldes, vicealcaldes, regidores y tesoreros municipales, directores y tesoreros de los distritos municipales.
Además, otros que deben presentar su declaración jurada de patrimonio son los incumbentes de las gobernaciones provinciales, jefes y subjefes de Estado Mayor de las instituciones militares, director general y subdirector de la Policía Nacional, presidente de la Dirección Nacional de Control de Drogas y los encargados departamentales y regionales y demás oficiales en posiciones de mando operativo o de administración, y en fin, como lo pauta el indicado artículo en su numeral 33, los funcionarios de cualquier otra institución autónoma, centralizada o descentralizada del Estado que sea creada en el futuro y que administre fondos públicos.
Ahora bien, pese a lo indicado, preciso es decir que la ley por sí misma no resuelve el posible enriquecimiento ilícito en el que haya incurrido determinado funcionario público; necesita aplicación de los órganos previstos a tales fines, cual es el caso de la Procuraduría General de la República, así como la Cámara de Cuentas a través de la Oficina de Evaluación y Fiscalización del Patrimonio de los Funcionarios Públicos, a tal punto que incluso en esas investigaciones no estarán limitados por el secreto bancario, fiduciario o fiscal, “pudiendo procurar de la Superintendencia de Bancos y de la Dirección General de Impuestos Internos toda la información relacionada con cualquier institución bancaria o financiera con relación a movimientos financieros de cualquier naturaleza, en particular las cuentas mantenidas por o a nombre de personas que desempeñen o hayan desempeñado las funciones públicas indicadas en la presente ley, sus familiares y colaboradores”, como lo pauta el artículo 20 de la ley.
Pero todavía más, en el párrafo único de dicho artículo se dispone que “el Ministerio Público podrá además, disponer la inmovilización de los fondos, valores y recursos, propiedad total o parcial del funcionario investigado…”, dando la prerrogativa a la persona afectada de objetar dicha medida cautelar ante el órgano jurisdiccional competente. Pero todavía mucho más, la ley consigna en su artículo 21 la obligación de informar, a tal punto que dispone que: “las instituciones públicas y privadas del país, en la persona de su titular, están en la obligación de suministrar a la Cámara de Cuentas de la República Dominicana y a la Procuraduría General de la República toda la información requerida para los fines de la aplicación de la presente ley”, otorgándole a tales fines un plazo máximo de diez (10) días, siendo pasibles de sanciones, ser perseguidos por obstrucción de justicia y sancionados penalmente.
Es que ciertamente corresponde a todo funcionario o exfuncionario público demostrar el origen de su patrimonio; de ahí que el artículo 16 de la Ley 311-14, en consonancia con el numeral 3 del artículo 146 de la Constitución de la República disponga que: “cualquier funcionario público, obligado por esta ley, está en la obligación de probar el origen lícito de su patrimonio obtenido durante el ejercicio del cargo en el momento que le sea requerido por la autoridad competente”, señalando que “en caso de que el origen del patrimonio no pueda ser probado, la autoridad competente puede accionar en justicia y promover la confiscación de los bienes no probados”.
En la Ley 311-14, cuyo objeto es instituir el Sistema Nacional Automatizado y Uniforme de Declaraciones Juradas de Patrimonio de los Funcionarios y Servidores Públicos, queda suficientemente claro que la misma tiene por finalidad “establecer las instituciones responsables de su aplicación y jerarquizar su autoridad, facilitar la coordinación institucional, promover la gestión ética y proveer a los órganos públicos de control e investigación de la corrupción administrativa las herramientas normativas que les permitan ejercer sus funciones de manera eficiente”.
Ante estos postulados consignados en la ley saltan a la vista una serie de interrogantes que se hace necesario formularse; es el caso, por ejemplo: 1. ¿Está cumpliendo la ley con su finalidad? 2. ¿Están jugando su rol las instituciones responsables de su aplicación? 3. ¿Existe en términos prácticos una verdadera promoción de la gestión ética? 4. ¿Se realiza en nuestro país una verdadera rendición de cuentas? 5. ¿Existe evidencia de que alguna vez se haya hecho, de conformidad con la ley, una exigencia real de que cada funcionario o exfuncionario público demuestre el origen de su patrimonio? 6. ¿Ha sido responsable el Estado de promover una cultura de honestidad desde la esfera pública, o se ha hecho de la vista gorda, cayendo en la complicidad por omisión, ante el enriquecimiento ilícito? 7. ¿Personas que sólo han estado en la administración pública, incluso devengando salarios promedios, que no han heredado fortunas materiales, no tienen un hijo solidario y desprendido que haya firmado algún contrato jugoso con un equipo de grandes ligas, no se han sacado la lotería ni la loto, no se han encontrado ningún tesoro perdido ni se les ha aparecido Aladino con su lámpara para concederles sus tres deseos; en fin, que sólo han recibido el pago de su labor en la administración pública, pueden tener los lujos que en ocasiones se aprecian y que incluso son presentados en sus declaraciones juradas de patrimonio? 8. ¿Puede alguien en esas condiciones descritas llevar una vida holgadamente lujosa habiendo tenido un desempeño ético desde las posiciones alcanzadas y los cargos desempeñados?
Otros más preocupados pudieran seguir preguntando: 1. ¿Ha jugado su rol la Procuraduría General de la República? 2. ¿Está llevando a cabo de manera eficiente su labor la Cámara de Cuentas a través de la Oficina de Evaluación y Fiscalización del Patrimonio de los Funcionarios Públicos? 3. ¿Se conoce de algún caso en el que estos órganos hayan solicitado a la Superintendencia de Bancos o a la Dirección General de Impuestos Internos información de este tipo? 4. ¿Puede justificarse que personas que entran en la pregunta 7 del bloque anterior, puedan exhibir fortunas materiales? 5. ¿Debe todo ciudadano presumir que esas condiciones materiales exhibidas han sido logradas en buena lid? En fin, son muchas las interrogantes válidas que se suelen formular en los corrillos públicos a las que no se les ha dado la respuesta correcta desde la esfera competente.
No olvidemos que conforme lo dispone la propia Constitución de la República, lo mismo que la Ley 311-14, en sus artículos 146.3 y 16, respectivamente, ya citados, conforme a los cuales es a los funcionarios y exfuncionarios públicos “a quienes corresponde siempre probar el origen de su patrimonio, antes y después de haber finalizado sus funciones o a requerimiento de autoridad competente”.
Si no ha quedado del todo claro, veamos nuevamente el artículo 16 de la Ley 311-14, conforme al cual, sobre la prueba del origen del patrimonio se dispone que “cualquier funcionario público, obligado por esta ley, está en la obligación de probar el origen lícito de su patrimonio obtenido durante el ejercicio del cargo en el momento que le sea requerido por la autoridad competente”. Del mismo modo, el párrafo del referido artículo señala el camino a seguir cuando este no puede ser debidamente demostrado, al disponer que “en caso de que el origen del patrimonio no pueda ser probado, la autoridad competente puede accionar en justicia y promover la confiscación de los bienes no probados”.
En ese sentido podemos categorizar, lejos de toda vacilación, que en la República Dominicana, si bien la legislación actual es mejorable, como toda obra humana, la misma ofrece mecanismos adecuados para combatir de manera frontal el enriquecimiento ilícito de los funcionarios y exfuncionarios públicos, pero claro está, como hemos dicho y reiteramos, la ley por sí misma no resuelve el posible enriquecimiento ilícito en el que haya incurrido determinado funcionario o exfuncionario público, necesita aplicación de los órganos previstos a tales fines.
Ante estas reflexiones es posible que también recaiga sobre nosotros la pregunta siguiente: ¿Se cumplirá de una vez y por toda con este mandato constitucional y legal, de tal manera que definitivamente tanto funcionarios públicos entrantes como salientes tengan que probar el origen lícito de su patrimonio? La respuesta a nuestro alcance es que eso se enmarca en el ámbito de la competencia de la Cámara de Cuentas y de la Procuraduría General de la República y por ende serán dichas instancias las que deberán dar respuesta a estas y otras interrogantes.
El autor es Juez Titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia
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