Felipe Ciprián
Uso dos números de teléfono celular: uno de Orange y otro de Claro. Por ellos no hago ningún tipo de negocio ni coordino ninguna actividad ilegal y mucho menos inmoral.
Desde hace un tiempo me estoy dando cuenta que el de Claro está «pinchado» y que un intruso escucha mis conversaciones personales en abierta violación de la Constitución de la República y de las leyes.
Para satisfacer la curiosidad, le pedí a un amigo experto en la materia que me averiguara si era cierto que mis conversaciones estaban siendo desviadas hacia otro número o panel de grabación y efectivamente: todas mis llamadas, además de mi interlocutor válido, resuenan en el número 829 202 5570. ¡Sí, a ese mismo!
nvito a los lectores (y eventualmente a alguna autoridad) a llamar a ese número y verán que nadie contesta, sino que piden introducir un código para acceder.
Ahora voy a averiguar mi cuenta de Orange y lo digo públicamente para que el intruso rastree a mi amigo y le apuesto a que no lo individualiza.
Que yo sepa, no tengo ninguna cuenta pendiente con la justicia, que supongo que es la única que puede legalmente disponer una interceptación telefónica.
Puedo asegurar que no vendo drogas, no robo en el gobierno, no le guardo dinero a nadie, no juego, cumplo con mi trabajo y mis obligaciones como ciudadano, no mujereo y mucho menos hombreo.
¿Para qué el intruso quiere saber lo que yo hablo, con quién hablo y el detalle de mi vida?
Supongo que escuchan mis conversaciones por mi condición de periodista, tal vez para saber de quién o quiénes puedo recibir alguna información de interés público para eventualmente publicarla. No puede haber otra explicación.
Si quien o quienes escuchan mis conversaciones creen que yo soy un bobo, pierden su tiempo porque si bien no hago nada ilegal, tampoco el intruso va a «comer con su dama» en mi caso. Tengo un poquito de cultura para defender mi vida.
Lo lamentable es que pese a que en este como en el de la casi totalidad de los ejecutivos periodísticos, esa práctica ilegal se realiza con toda impunidad y ni la Procuraduría General de la República, ni Indotel y mucho menos la compañía telefónica garantizan los derechos del propietario de teléfono que es víctima de esta ilegalidad.
¿Qué puedo hacer yo frente a ese atrevimiento revestido de ilegalidad? ¿Quién garantiza los derechos de un hombre que nunca ha engañado a nadie, ni lo hará en el futuro?
Lo único que voy a hacer es lo que estoy haciendo: denunciar al intruso ¡con su número! y perder la esperanza de que alguna «autoridad» investigue y ordene descontinuar esta práctica perversa, si no es ella misma que la está cometiendo.
Sigan escuchando conversaciones y les garantizo que nunca voy a decir nada que le pueda servir de algo al intruso y de hoy en adelante no permitiré que quienes me llaman entren en detalles de cotidianidades por más baladíes que sean.
¡Ah! Una última advertencia: tengo amigos que son dirigentes políticos, funcionarios, militares, policías, activistas sociales, dirigentes obreros, campesinos, ambientalistas, historiadores, artistas y calieses.
Mis conversaciones con ellos y con mis familiares nunca serán sobre aspectos que violen la ley ni ofendan la moral. Así que sigan escuchando todo lo que ustedes quieran pero tengan la paciencia de no provocarme personalmente, porque si bien ya yo no tengo fuerzas para pelear o salir huyendo, sí tengo amigos capaces de estrangular a un toro con sus manos. ¡Y son muy brutos por cierto!
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