La Constitución de la República establece la forma de gobierno de la nación, señalando en su artículo 4 que este es “esencialmente civil, republicano, democrático y representativo”; del mismo modo consagra la división de los poderes del Estado, agrupándolos en legislativo, ejecutivo y judicial, indicando de manera clara que: “Estos tres poderes son independientes en el ejercicio de sus respectivas funciones”. En esta ocasión, como figura en el título, sólo nos referiremos al Poder Legislativo y su rol de contrapeso en la democracia.
Si se observa el texto constitucional nuestro, al momento de consignar esos tres poderes el que aparece en un primer orden es precisamente el Poder Legislativo, además de figurar en primer orden a la hora de definirlo. No obstante, sin que pretendamos con esto indicar un orden de jerarquía, la realidad es que en todo sistema democrático este está concebido como el principal poder del Estado. Claro está, para que esto se concretice se requiere que dicho rol sea asumido, pues no basta con que así esté concebido si quienes ejercen esas delicadas funciones pudieran en determinado momento colocarse de espalda a las mismas y doblegarse sumisos ante el Poder Ejecutivo.
Esa división de poderes permite, entre otros aspectos, que cada uno se limite y modere, “creando una dinámica de pesos y contrapesos, de modo que entre ellos haya equilibrio y ninguno pueda prevalecer sobre el resto”. Pero además, esa separación de poderes impide que haya abusos de autoridad, y esto precisamente porque lo que se persigue es que la autoridad pública se encuentre “distribuida de manera equilibrada entre estos tres órganos fundamentales del Estado”.
El objetivo de la división estriba en “evitar la concentración de los poderes del Estado en una sola persona…, lo que vendría a posibilitar los abusos de autoridad y, con el tiempo, el surgimiento e instauración de un régimen autoritario o tiránico”. Queda claro así que la división de los poderes del Estado y la independencia que debe reinar entre estos es el fundamento del sistema democrático, pues, obviamente, allí donde no existe tal división en términos prácticos, pese a que pueda estar consignado teóricamente en la norma, no se configura en esencia un sistema democrático en el sentido puro en que fue concebido por el barón de Montesquieu en su Espíritu de las Leyes de 1748, influenciado a su vez por Thomas Hobbes, Adam Smith y principalmente de John Locke en sus dos tratados sobre el gobierno civil de 1689.
En nuestro caso la Constitución consagra, entre otros aspectos, sus atribuciones, señalando en el artículo 93 que: “El Congreso Nacional legisla y fiscaliza en representación del pueblo”, quedando configurados sus roles, los cuales consisten justamente en legislar, fiscalizar y representar, pero además el de controlar. De hecho el texto indicado divide en dos bloques sus atribuciones, señalando en un primer momento sus atribuciones generales en materia legislativa, para luego señalar sus atribuciones en materia de fiscalización y control.
Así las cosas, resulta preocupante escuchar en ocasiones a legisladores admitir sin tapujo y sin prurito algunos que aprobaron determinado proyecto sin haberlo leído previamente. El hecho de que la ciudadanía observe que en ocasiones se aprueban sin la debida ponderación importantes proyectos sometidos por el Poder Ejecutivo puede llevarla a cuestionar si real y efectivamente ese importante poder del Estado está jugando el rol de contrapeso que está llamado a jugar en la democracia.
Esto así porque si el Poder Legislativo se convierte en una estampilla del Poder Ejecutivo pierde su esencia y no tendría en ese escenario ninguna razón de ser. Este poder del Estado está llamado a desempeñar su rol en toda su extensión, cumpliendo así con el mandato constitucional que le ha sido delegado, pues aprobar “al vapor” determinada iniciativa sólo por el hecho de ser sometida por el Poder Ejecutivo –independientemente de quien esté al frente en ese momento- es una censurable y gigantesca irresponsabilidad que coloca a quien así actúa en condición de lacayo, no de legislador.
Es que si ese importante poder del Estado no es capaz de estudiar, ponderar o cuestionar cualquier iniciativa que le sea sometida, no con la pobre visión de boicotearla –eso jamás-, sino para mejorarla y sólo aprobarla si entiende que responde al interés general de la nación, olvidando banderías políticas e intereses grupales o personales, su rol se reduce a un simple mecanismo de legalización de los actos del Poder Ejecutivo, rindiendo un flaco servicio al país.
Esto no quiere decir necesariamente que estemos afirmando que sea el caso nuestro como país, pero lo que sí podemos categorizar, sin censura y sin vacilación, es que ese papel de contrapeso es el que está llamado a jugar ese poder del Estado en un sistema verdaderamente democrático; lo demás sería una caricatura. Así las cosas, entendemos que todos debemos velar por una verdadera independencia entre los poderes del Estado como única garantía de consolidación del sistema democrático.
El autor es Juez Titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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