Es entendible que muchos piensen que en la lucha contra la corrupción en nuestro país hemos sacado muy mala nota. Desafortunadamente –y esto no es exclusivo de un solo gobierno- hemos visto muy pocas señales en la dirección de un verdadero combate a este terrible flagelo que lacera las finanzas públicas en detrimento de las grandes mayorías.
Hay quienes señalan incluso que la impunidad se ha convertido en la mejor aliada para quienes así han actuado, al menos de cara al rumor público, basando sus apreciaciones en las ostentaciones que se hacen, llevando vidas de lujos con fortunas que no hay forma de poder justificar, y reiteramos, sin que esto sea exclusivo de un gobierno en particular.
En el caso de la República Dominicana no se puede alegar la expresión latina “Nullum crimen, nulla poena sine praevia lege”, lo que se traduce en que no existe delito alguno si antes no hay una ley que así lo consigne, tipificando la acción delictiva para poder perseguirla y sancionarla; no es el caso nuestro porque a lo largo de los años hemos tenido consignada en la Ley Sustantiva los delitos de corrupción, cuyo fundamento constitucional abordamos brevemente.
Si partimos de la Constitución de 1963, podremos ver que en su artículo 5 la misma disponía, entre otros aspectos que: “Se declaran delitos contra el pueblo los actos realizados por quienes, para su provecho personal, sustraigan fondos públicos o, prevaliéndose de sus posiciones dentro de los organismos del Estado, sus dependencias o entidades autónomas, obtengan ventajas económicas ilícitas”. Esos postulados los han asumido las constituciones de 1966, 1994, 2002, 2010 y 2015; claro está, en las constituciones del 2002 y 2015 es obvio que así haya sido puesto que esas “reformas” acomodaticias sólo versaron sobre la reelección presidencial, a los fines exclusivos de posibilitar que el presidente de turno pudiera optar por un segundo mandato consecutivo.
Como se observa, queda suficientemente claro que el ordenamiento jurídico dominicano brinda la posibilidad de perseguir y sancionar todo acto de corrupción; de hecho, el actual texto constitucional dispone que “se condena toda forma de corrupción en los órganos del Estado”. Evidentemente, sabemos que no basta con que esté consignado, sino que hace falta que se le dé aplicación práctica.
La gran desgracia como país es que, como decimos, esto no es exclusivo de un gobierno en particular, incluso ni siquiera de los gobiernos solamente, pues la sociedad misma tiene su cuota de responsabilidad y la realidad es que vemos que este tipo de práctica deleznable va formando una cultura de impunidad, que como muchos señalan, es la gran aliada de la corrupción, y en honor a la verdad resulta muy difícil rebatirles cuando expresan que no es justo que mientras miles viven en la extrema pobreza, otros vivan en la opulencia con los recursos del pueblo, lo que ciertamente llora ante la presencia de Dios.
Sin embargo, si se cae en la miopía o se tiene la visión liliputiense de creer que esto solo sería posible por la voluntad e iniciativa de un determinado partido desde el gobierno, se está cayendo en un craso error, pues indudablemente lo que se requiere, principalmente, es de una ciudadanía cada vez más empoderada, que exija el uso honesto de los fondos públicos; ciudadanos que crezcan en valores y que mantengan una actitud de rechazo hacia la corrupción, pero obviamente del mismo modo hacen falta instituciones fuertes que hagan cumplir la norma, de tal manera que sea efectiva la persecución y la sanción, para luego pasar a la otra fase, que es hacer que los fondos sustraídos sean restituidos a favor de las arcas del Estado de donde hayan salido de manera ilícita, conforme lo dispone el artículo 146.4 de la Constitución.
Creemos que debemos coincidir en que se trata de una práctica que debe ser parada en seco de una vez y por toda, ser perseguida con el mayor de los rigores posibles respetando el debido proceso, pues la corrupción constituye un verdadero obstáculo para avanzar y afianzar los sistemas democráticos, además de amenazar la estabilidad política, con la consiguiente pérdida de credibilidad en los gobiernos y sus instituciones y lo que representa de cara a la dificultad para el ejercicio y disfrute de los derechos que nos asisten, empujándonos hacia un estadio de desigualdad social. Obviamente, en esa lucha, para que sea real, pusilánimes o cómplices no pueden tener cabida.
Es que, además de lo asqueante que es en sí mismo el enriquecimiento ilícito, igualmente resulta indignante que quienes así hayan actuado se paseen tranquilos por las calles de los pueblos a los que han sustraído sus recursos para provecho personal, y produce una gran impotencia ver cómo de manera inmerecida son tratados como “señores” quienes en realidad resultan ser –como dijera Cristo- “sepulcros blanqueados”.
Es que si no se establecen las sanciones correspondientes ante un acto de corrupción, no sólo se da luz verde a quienes así pudieran estar actuando, sino que de paso se envía una señal peligrosa al que pueda llegar de que nada pasará por sustraer fondos públicos porque la impunidad será su aliada, y como desafortunadamente, con muy pocas excepciones, este es el panorama que hemos visto a través de los años, nos preguntamos: la lucha contra la corrupción… ¿realidad o pose?
El autor es Juez Titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.
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