Por Claudio A. Caamaño Vélez
Ya ha pasado un año de la «muerte» de mi padre. Por momentos me invade el recuerdo de ese día que entré a la sala de cuidados intensivos del Centro Médico UCE y vi su cadáver. Recuerdo como ahora, que le miré, no como quien mira a un padre, sino como quien mira al ser que más admira en el mundo. Mi ídolo. Miré su frente y quise quedarme con sus ideas, con sus conocimientos, con sus experiencias.
No podía creer que ese hombre, cuyo cuerpo aun estaba tibio, se encontraba ahí sin vida… El combatiente de Abril; ese que en dos ocasiones se sublevó en las montañas, desafiando la maquinaria de un régimen despiadado y perverso. Ese hombre que me había enseñado tantas cosas, ese ser humano de leyenda, ese hombre de acero. Lo miré fijo por apenas segundos, que parecieron una eternidad.
Mi padre, era para mí mucho más que mi padre. Era sin dudas mi mejor amigo, la persona en la cual podía confiar cualquier cosa. Mi padre era mi consejero, y mi principal fuente de motivación; me animaba a escribir, a tomar acciones, a nunca perder la fe en nuestro pueblo. Era esa persona que si me decía: «tú puedes», nada podía detenerme. Mi padre era mi líder y mi guía. Hablábamos al menos tres veces al día; y me sentía sumamente orgulloso cada vez que me decía «hijo quiero verte para consultarte algo»: usted se imagina, al hombre que uno más admira en el mundo, a la persona que es su mayor ejemplo, pidiéndole su opinión sobre algo. Es un sentimiento indescriptible, y que solo recordarlo me estremece el alma.
Perdonen si les aburro con mi narrativa, es solo que me gustaría que ustedes conocieran a mi padre como lo conocí yo. Es generalmente fácil hablar bien de alguien que ha fallecido, pero créanme que para mí es de gran esfuerzo hablar en pasado de Claudio Caamaño Grullón. Eso de utilizar la palabra «era» en lugar de decir «es», es algo a lo que no me acostumbraré nunca.
Quiero usar este escrito, no para enfocarme en las razones por las cuales murió mi padre, ni las circunstancias. Eso lo estamos debatiendo en los tribunales, y les juro a todos ustedes que su muerte servirá de precedente para salvar muchas vidas. Se los juro por la memoria de mi padre, se los juro por mi propia sangre.
Quiero en este momento recordar con todo el amor del mundo a ese ser humano lleno de amor. Podría resultar paradójico que una persona que en muchas ocasiones tomó las armas (primero para devolver la democracia a nuestro pueblo, e inmediatamente para defender la Patria del invasor extranjero; luego en dos ocasiones para deponer un régimen despótico y criminal) fuera una persona tan amorosa. De hecho, nuestro padre nos enseñó a que las cosas no se pueden hacer por odio ni por venganza. Nos enseñó que las cosas se hacen por amor. Arriesgó muchas veces su vida, y también tuvo que quitarles la vida a muchas personas, pero en todas esas acciones, lo que le movió fue el amor, el amor por su país, por su Patria, por su pueblo. Sin dudas mi padre ha sido la persona más amorosa que jamás he conocido; con una gran capacidad de sentir sobre sí mismo el sufrimiento de los demás, y de preocuparse de forma sincera por los problemas colectivos aunque a él personalmente no le estuvieran afectando.
Al principio no entendía como mi padre se preocupaba más por ayudar alguna otra persona que por buscar su propio beneficio. Eso es algo que solo se enseña con el ejemplo. Cuanto agradezco no haber tenido un padre egoísta, aunque eso nos haya implicado muchas carencias materiales. Cuanto agradezco haber tenido un padre honesto y pulcro, aun que eso nos haya cerrado el camino a los grandes lujos. Cuanto agradezco que mi padre nos enseñara, a veces de forma dura, que hay que contentarnos con lo que tenemos, que lo más importante para ser felices no es tener el mejor vehículo ni la casa mas grande, sino tener una conciencia limpia; que la mejor comida, es aquella que nos ganamos de forma honesta.
Cuanto me gustaría que todos los niños del mundo tuvieran padres como el que tuve. Sin duda el mundo fuera un mejor lugar. Le pido a Dios, a la vida, que me permita ser para mis hijos lo que mi padre fue para mí; sé que es un gran reto, pero cada día trato de esforzarme para eso.
Mi padre me enseñó que a las personas se les mira de frente, sin miedo y sin odio. Que todos tenemos el mismo valor; que nadie está por encima, ni por debajo. Que no importa lo humilde que sea la vida de una persona, eso no le resta su valor como ser humano.
Me inculcó el respeto por las cosas, a cuidar lo que tenemos, y a no derrochar. Recuerdo las veces que me hacía entender que las cosas que uno descuida, hay otras personas que las necesitan y no las tienen, y que aun nos parezca que tenemos poco debemos ser agradecidos y sentirnos orgullosos.
Me enseñó a entender que hay cosas que sin costar nada tienen un valor incalculable. Que el agua que desperdiciemos en nuestra llave, hay otras personas que las necesitan. Que la comida que dejamos en nuestro plato costó mucho esfuerzo llegar ahí y no debemos desperdiciarla.
Me enseñó a disfrutar los atardeceres, a admirar los relámpagos sin tenerles miedo, a mirar las estrellas y contemplar el infinito. Me enseñó a sorprenderme con las magias de la naturaleza, a apreciar las distintas formas de vida, a entender que una hormiga así como un elefante son igual de sorprendentes a pesar de sus diferencias de tamaño.
Por momentos me olvido que mi padre murió. Le siento tan presente en cada momento de mi vida que a veces dejo de extrañarlo, pues no se echa de menos aquello que está a nuestro lado. Siento su presencia en las luchas que estamos llevando por adecentar nuestro país. Lo siento en mi propia voz cuando hablo en contra de los males que afectan a nuestro pueblo. Lo veo en cada compañero de lucha que avanza con la esperanza cierta de que nuestro país pronto habrá de ver la luz. Lo veo en los ojos de aquellos que cada día me animan a seguir adelante… En las marchas y las concentraciones, fijo mi mirada en alguna bandera verde e imagino que es mi padre que la lleva en su puño, que está ahí entre esa multitud, y que pronto lo veré para darle un abrazo y decirle: «papá, si valieron la pena tus luchas y tu sacrificio, tuyo y de tus compañeros. Papá, hemos logrado la victoria».
Cuanto lamento que mi padre no esté aquí, viendo como su pueblo se alza digno y determinado en contra de esos males que por tanto tiempo le han atado a la miseria, al dolor; viendo como desafía a la corrupción y los corruptos. Mi padre siempre me hablaba de ese pueblo, de ese que parecía de leyenda, de ese pueblo valiente que él conoció en 1965, de ese pueblo dispuesto, de ese pueblo que hoy veo ante mis ojos, y del cual tengo el inmenso honor de ser parte. Él nunca perdió la fe en su pueblo; jamás escuché de sus labios la irresponsable frase «este pueblo no merece que uno se sacrifique por él». Para mi padre, luchar por su país nunca fue un sacrificio, sino el más elevado de los honores.
La vida de un ser humano es energía, y su energía está ahora junto a la de nuestros padres fundadores, junto a la de tantos miles, y forma parte de esa energía que hoy nos mueve a los dominicanos. Ciertamente mi padre no estará aquí para ver el triunfo del pueblo sobre la impunidad y la corrupción, pero estará presente en el brillo de esperanza que ilumine nuestra mirada el día de nuestra liberación.
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